2005

F. Fukuyama, The End of History and the Last Man, Free Press, Nueva York 1992, trad. esp. El fin de la historia y el último hombre, Editorial Planeta, Barcelona 1992, ISBN 84-320-5954-4

El fin de la historia y el último hombre (1992) repropone fundamentalmente algunos temas y conceptos significativos del historicismo que, según dice el propio autor, habían sido descuidados en la producción filosófica de los últimos años. Toda la obra se basa, de hecho, en la justificación de la validez de una nueva "historia universal", en polémica con una filosofía del siglo XX considerada excesivamente pesimista e incapaz de rescatar la posibilidad de un camino histórico necesario y dirigido a la afirmación del mejor de los mundos posibles. Esta nueva historia universal tendría, además, (y este es seguramente uno de los puntos más debatidos) un auténtico final, delineado en un preciso sistema final, político y económico, es decir la liberal democracia y, en particular, la versión hoy existente en Estados Unidos.

¿Pero cuáles son más precisamente las justificaciones de Fukuyama de una idea tan radical como la del fin de la historia en el sistema liberal-democrático actual? El desarrolla paralelamente dos tesis: por un lado intenta demostrar cómo el progreso científico-tecnológico es indicio de una historia progresiva y direccional, por el otro indica en el mecanismo del reconocimiento hegeliano, el motor del proceso histórico que conduce necesariamente a un sistema político liberal-democrático.

Entrando más en lo específico, Fukuyama parte de la consideración de que la única actividad humana que puede ser definida como constantemente cumulativa y progresiva es el desarrollo de la ciencia y de la técnica. Una actividad tal se convierte, por tanto, por reflejo, en un indicio de un desarrollo constante en el ámbito de la historia humana, porque impone, mediante el aumento cualitativo y cuantitativo continuado de la producción de bienes, una continua y paralela ampliación del sistema de necesidades que se vuelven cada vez más refinadas y complejas. Por otra parte, además del desarrollo de las necesidades, también hay un contemporáneo desarrollo de las capacidades para satisfacerlas, visto el aumento constante de la producción facilitado, por ejemplo, por la creación de medios de comunicación cada vez más veloces y precisos. Para Fukuyama, el desarrollo técnico-científico expresa al máximo sus posibilidades precisamente en el ámbito de un sistema productivo capitalista y, en particular, en el actual sistema neoliberal y globalizado: esta convicción le llega, en particular, de la victoria que el sistema capitalista ha registrado sobre el sistema comunista soviético, capaz, este último, de crear un potente aparato industrial casi de la nada, pero intrínsecamente incapaz de aguantar a largo plazo la competencia del sistema capitalista.

Sin embargo, tal como apunta el mismo Fukuyama, si el progreso científico es capaz de justificar una historia progresiva y dirigida al liberalismo económico, no es igualmente eficaz para justificar el paso necesario a un sistema político democrático. De hecho existen numerosos países en los que asistimos a un desarrollo impetuoso de las capacidades productivas, no acompañado, sin embargo, de un desarrollo paralelo hacia instituciones políticas democráticas. Aquí entra en juego el segundo elemento considerado capaz de justificar el fin de la historia en el sistema liberal-democrático occidental: la lucha por el reconocimiento. De este concepto, fundamental en la filosofía hegeliana, Fukuyama recoge, más que la visión original de Hegel, la reelaboración hecha por Kojève y la "enriquece" con una reinterpretación de la doctrina platónica: si en efecto es la parte más concupiscente del alma humana la que lleva a un desarrollo constante de los medios de producción y de la ciencia, se debe, en cambio, a la parte timocrática (caracterizada por el tymhòs) el empuje hacia el sistema democrático. El reconocimiento recíproco e igual, que se da entre dos autoconciencias en el ámbito de un sistema democrático, es por tanto, según Fukuyama, la mejor solución posible de compromiso para todos. En efecto, si en democracia la "isotimia" garantizada por el derecho formal no permite el desarrollo anormal de "megalotimias" individuales, también es verdad que el recíproco e igual reconocimiento de cada uno permite, precisamente por su difusión universal, una satisfacción amplia y para todos.

El fin de la historia estaría, en definitiva, según Fukuyama, en el actual sistema liberal-democrático y, si bien en algunos países (EEUU, Europa Occidental, etc.) asistiríamos ya a una fase "post-histórica", en otras partes del mundo nos encontraríamos aún en una fase histórica más o menos avanzada, pero siempre enmarcable dentro del camino ya recorrido por las liberal-democracias occidentales.

Frente a la radicalidad de sus propias tesis, el mismo Fukuyama admite la posibilidad de críticas y, en la última parte de su libro, intenta imaginar una posible crítica desde la izquierda, reconduciéndola al filón de pensamiento marxista, y una crítica desde la derecho, remontándola al filón nietzscheano. El punto de referencia para tales críticas es si la liberal-democracia puede ser un efectivo punto de llegada de la lucha por le reconocimiento, o si en ella puede darse una efectiva satisfacción del thymòs. En la hipotética crítica marxista el reconocimiento sería imperfecto porque sería sólo formal y no acompañado por una efectiva igualdad de posibilidades; en la hipotética crítica nietzscheana, en cambio, la isotimia democrática sería frustrante, puesto que la igualdad del reconocimiento no sería un reflejo real de las diferencias entre hombre y hombre. A la crítica marxista Fukuyama responde que, en realidad, el sistema capitalista garantiza igualdad de derechos y de posibilidades de éxito; a la nietzscheana (considerada más pertinente) que, si la isotimia puede ser frustrante para los más dotados, también es cierto que el sistema liberal-democrático permite en campos como el deporte y, sobre todo, la política, la reproposición de retos capaces de satisfacer la megalotimia en los términos de un reconocimiento desigual, aún en el ámbito más general de garantías dictaminadas por una constitución democrática.

En conclusión, el problema que plantea Fukuyama a lo largo de sus publicaciones, además de la validez del "pensamiento único" del que se presenta como alférez, es, más en general, la validez hoy de un sistema historicista y de categorías como las de "historia universal" y "fin de la historia", cuestiones planteadas con fuerza por estudiosos incluso muy distintos entre sí (pienso, entre otros, en El choque de civilizaciones de Huntington y en Imperio de Hardt-Negri), en el ámbito del encendido debate sobre El fin de la Historia y el último hombre. Por otra parte, repensando en las críticas imaginadas por Fukuyama en la última parte de su libro y partiendo de estas últimas, el rechazo de "decir a lo chino siempre sí frente a la potencia de la historia" expresado por Nietzsche, puede, y quizás debe proceder paralelamente, si bien en un horizonte teorético muy distinto, con la necesidad de "cepillar la historia a contrapelo" y de no "nadar con la corriente" expresada por Benjamin y por gran parte del marxismo del siglo XX.

El problema es, en definitiva, partiendo de Nietzsche o de Benjamin, siempre el de lograr imaginar una relación sujeto-historia abierta y problemática, que no se resuelva, por tanto, en una pasiva aceptación del dato. En este sentido es indicativo y alentador el hecho de que, hasta hoy, a pesar de los numerosos intentos teóricos y prácticos en este sentido, le guste o no a Fukuyama, la historia siempre se ha revelado refractaria a toda clausura.

Valerio Martone