2005

Luces y sombras del Tribunal Penal Internacional

Danilo Zolo

1. Es natural que la puesta en funcionamiento del Tribunal Penal Internacional haya sido saludada con entusiasmo por quien confía en la protección internacional -no sólo nacional- de los derechos humanos. Y es igualmente natural que este éxito del 'globalismo judicial' haya sido acogido como una revancha del derecho internacional. En los tiempos oscuros del terrorismo global y de la 'guerra infinita' de Estados Unidos contra el 'eje del mal', el nacimiento de este organismo parece volver a encender una luz de esperanza. Es una suerte de anti-materia normativa respecto al horror de Guantánamo.

La institución de una jurisdicción permanente y universal contra una serie de graves ilícitos internacionales -genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra, agresión- parece abrir de forma inesperada una esperanza de justicia y una perspectiva de paz. La represión de las responsabilidades individuales por estos delitos parece inaugurar una nueva dimensión del derecho internacional. Este ya no se refiere sólo a los Estados y las grandes instituciones internacionales: involucra a todos los hombres como ciudadanos del mundo y como sujetos de derecho.

No se puede negar que este Tribunal se diferencia profundamente de la tradición del siglo XX de los Tribunales penales internacionales. Este no es, como fueron en cambio los tribunales de Nuremberg y Tokio, una 'máscara cruel' de la justicia. Hans Kelsen, el máximo jurista del siglo pasado, tuvo palabras durísimas contra los tribunales que habían sido organizados por los vencedores del segundo conflicto mundial para humillar y degradar moralmente a los derrotados. Con formas aparentemente judiciales -en realidad inspiradas por un deseo de venganza- estas cortes habían operado sin ninguna autonomía e independencia política.

Además, es importante subrayar que el nuevo Tribunal Penal Internacional se distingue también de los tribunales de La Haya y de Arusha, instituidos hace diez años por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para la Ex-Yugoslavia y Ruanda, y aún hoy en funciones. Estos 'tribunales especiales' han dado una pésima prueba de sí hasta ahora. Su legalidad internacional ha sido contestada porque el Consejo de Seguridad no tenía ningún título para crear organismos judiciales ad hoc. El Tribunal de La Haya, en particular, ha violado tanto el principio de irretroactividad del derecho penal, como el de igualdad de los sujetos frente a la ley penal, tal y como ha conseguido sostener con buenos argumentos hasta el destacado imputado Slobodan Milosevic.

Es más, este tribunal fue querido por Estados Unidos y ha estado ampliamente financiado por ellos, además de ser asistido por la OTAN en el plano de la investigación y en el militar. En cambio, como se sabe, la OTAN ha conseguido, con procedimientos judiciales sin precedentes, la absolución de sus declaradas responsabilidades por los crímenes cometidos durante los 78 días de bombardeos de la República Yugoslava durante la guerra de Kosovo.

Y se debe añadir que el nuevo Tribunal ha surgido sobre la base de una amplia legitimación internacional. Su Estatuto, después de largos trabajos preparatorios y una amplia discusión en el Congreso de Roma de julio de 1998 ha sido suscrito por 120 Estados y ratificado, hasta ahora, por 74 Estados. Sin embargo, el elemento de excepcional novedad es de naturaleza principalmente política: esta Corte no ha surgido ni por voluntad de los vencedores de una guerra mundial ni por iniciativa de las máximas potencias mundiales. Por el contrario: se ha firmado a pesar de la obstinada oposición de Estados Unidos.

2. No obstante salen a la luz -sería una ingenuidad grave callarlo- también aspectos negativos, que desmienten el optimismo de fachada de Kofi Annan o Javier Solana, por no hablar del exceso de expectativas característico del internacionalismo justicialista à la Emma Bonino. Estos aspectos atañen tanto a la estructura y las funciones de esta Corte, como a su capacidad de interactuar positivamente con un contexto internacional que se perfila particularmente adverso y arriesgado.

Hay, ante todo, dos aspectos que parecen regresivos respecto a la misma experiencia de los tribunales internacionales precedentes, aspectos que también amenazan gravemente la autonomía del nuevo Tribunal. El primero se refiere a la contaminación 'constitucional' introducida por el art. 16 del Estatuto de Roma por voluntad de Estados Unidos: el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tendrá el poder de suspender a su discreción -incluso hasta el límite de impedir- las iniciativas de la Fiscalía del Tribunal.

Si se tiene en cuenta que en el Consejo de Seguridad es dominante el poder de sus cinco miembros permanentes y que sólo dos de ellos - Gran Bretaña y Francia- se han mostrado favorables a la institución del Tribunal, resulta evidente como su autonomía está ya desde ahora gravemente comprometida. Se presenta aquí, de la forma más aguda, la tensión entre el particularismo político del máximo órgano de Naciones Unidas y la aspiración universalista de una jurisdicción penal que tiene en el punto de mira la protección de los derechos humanos.

El segundo aspecto se refiere a la sorprendente disposición del artículo 116 del Estatuto, que abre la caja del Tribunal a las "contribuciones voluntarias de Gobiernos, organizaciones internacionales, privados, sociedades y otras entidades" transformando así en previsión normativa para la financiación del tribunal, la práctica ilegítima del Tribunal de La Haya. No se trata de simples sospechas: ya se sabe -como confirmaba Marlise Simon en Herald International Tribune del 1 de julio- que se han comprometido a financiar al Tribunal, sobre todo países como Gran Bretaña, Francia y Alemania. Hasta el personal ejecutivo y administrativo será proporcionado por estas potencias occidentales.

Finalmente, no se puede callar que el Estatuto del Tribunal no prevé, desde ningún punto de vista, la organización de una policía judicial que opere (exclusivamente) a su disposición. El Estatuto se limita a prescribir que los Estados parte colaboren con el tribunal. Si se considera que la competencia del Tribunal es de carácter complementario -no goza de ninguna primacía con respecto a los tribunales nacionales- resulta evidente la precariedad de esta previsión normativa. El Tribunal está, de hecho, legitimado para desarrollar sus funciones sólo si los Estados que serían competentes para ejercer su jurisdicción interna no lo hacen o no lo hacen de manera adecuada (art. 12). Esto significa, por tanto, que normalmente los Estados involucrados en las actividades jurisdiccionales del Tribunal no tenderán a la colaboración. Nos podemos preguntar si la actividad de policía judicial correrá el riesgo, también en este caso como en el caso del Tribunal para la ex-Yugoslavia, de ser confiada a organismos parciales, no distintos sustancialmente de la OTAN.

3. El aspecto más delicado se refiere, en todo caso, al destino político del Tribunal Penal Internacional en el contexto de las relaciones internacionales actuales. El Tribunal está formalmente en condiciones de imponer sanciones a los ciudadanos -tanto si son civiles como militares- de todos los Estados del planeta, incluidas las grandes potencias nucleares, pero no parece tener la capacidad concreta. La arena internacional está hoy dominada por la hegemonía global de la única gran potencia, cada vez más orientada a ejercer su muy superior poder político-militar, de forma unilateral, sin tener mínimamente en cuenta todo el aparato del derecho y las instituciones internacionales.

La reciente, clamorosa negativa de Estados Unidos a continuar con la participación en la misión de paz en Bosnia, salvo a condición de obtener del Consejo de Seguridad un estatuto de inmunidad para su personal militar respecto a la competencia del nuevo Tribunal Penal Internacional, es una señal alarmante. Es la primera señal de las gravísimas dificultades en las que tendrá que operar un Tribunal internacional que, por primera vez, pretende funcionar sin el apoyo de la máxima potencia mundial.

Éste es el gran reto que hoy debe afrontar toda experiencia de la jurisdicción penal internacional, incluidos los actuales Tribunales de La Haya y de Arusha, respecto de los que Estados Unidos parece haber descubierto de repente la inutilidad estratégica y los costes desproporcionados. Y el reto hace de ésta una experiencia tanto dramática como decisiva para la propia suerte del ordenamiento internacional y sus instituciones. La cuestión de fondo es si el derecho internacional tout court -no sólo la jurisdicción penal internacional- es compatible con el orden imperial que la hegemonía de Estados Unidos está asumiendo cada vez más netamente. El Imperio está orientado, por su naturaleza, a desarrollar funciones universales de 'pacificación' y de arbitraje coercitivo entre los sujetos políticos que están subordinados a él: limita dictando reglas, pero no está limitado por la necesidad de observarlas. Juzga, pero no es juzgado.

Para que un sistema normativo internacional pueda ejercer efectos de contención del uso de la fuerza -y de protección de los derechos fundamentales de los individuos- la condición es que ningún sujeto del ordenamiento pueda, gracias a su potencia superior, considerarse y ser considerado por la comunidad internacional legibus solutus. En otras palabras, es necesario que la actual 'constitución imperial' del mundo sea contrarrestada y sustituida por un equilibrio multipolar. Se podría sostener, dicho de otro modo, que Imperio y derecho internacional tienden a negarse recíprocamente. Si es así, el juego al que asistiremos en los próximos años será un juego estratégico y normativo de suma cero.