2005

Guerra "ética" y derecho (*)

Luigi Ferrajoli

1. ¿Una guerra ética?

"Guerra ética", "guerra humanitaria", "guerra en defensa de los derechos humanos": estas son connotaciones y justificaciones directamente morales que hacen que la guerra de la OTAN en los Balcanes suponga un giro en la historia de las relaciones internacionales.

La guerra del Golfo de hace ocho años había pretendido legitimarse en nombre del derecho: como sanción y reparación, autorizadas por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas por la invasión de un Estado soberano por parte de Irak. Se trata, es cierto, de una cobertura jurídica débil, dado que la ONU no puede autorizar la guerra sino sólo un uso controlado de la fuerza en las formas previstas por el capítulo VII de su Estatuto. Aunque fuera discutible y considerada por muchos infundada, sin embargo, aquella cobertura tenía en todo caso una base jurídica: era un homenaje al primado de la ONU y al papel normativo del Derecho Internacional surgido de las ruinas de las guerras mundiales.

De la guerra de este año, en cambio, no se ha ni siquiera intentado, por parte de los gobiernos de la OTAN y de la mayor parte de los comentaristas, sostener su legitimidad en el plano del derecho. Su legitimidad ha sido mantenida y justificada con argumentos exclusivamente morales, tanto más alarmantes por ser firmemente compartidos por la opinión pública mayoritaria de todos los países occidentales. Es esta legitimación inmediatamente moral de la guerra, más allá de su ilegitimidad jurídica, lo que apela a la responsabilidad de la reflexión filosófica: de la filosofía jurídica así como de la filosofía moral y de la filosofía política. De hecho dependerá de la credibilidad de semejante justificación el sentido común que en el futuro se formará sobre la guerra, sobre su relación con el derecho y con los derechos, sobre su rehabilitación finalmente, como casi siempre ha ocurrido, como medio de la afirmación moral del bien sobre el mal.

Los problemas suscitados por este tipo de justificación son múltiples y todos fundamentales. Ante todo problemas de carácter meta-ético y ético, de la relación entre medios y fines: si la guerra es en abstracto, y ha sido en este caso concreto, un medio adecuado al fin de la tutela de los derechos humanos; y si el fin justifica en todo caso los terribles costes que, en abstracto, el medio de la guerra comporta y que, en concreto, ha comportado de hecho. En segundo lugar los problemas, de filosofía jurídica, de la admisibilidad de la vieja categoría de la "guerra justa", o peor, "ética" o "humanitaria", después de que la guerra haya sido calificada como ilícita en la Carta de la ONU, y además los problemas de la relación entre derecho y moral y, específicamente, entre formas y sustancia de la tutela de los derechos humanos. Finalmente el problema político del futuro del derecho internacional, de la paz y de los mismos derechos humanos, allí donde el proyecto de convivencia diseñado por la carta de la ONU se sustituya por un nuevo orden/desorden fundado sobre una alianza Militar como la OTAN y sobre la guerra como medio de solución de las controversias internacionales.

2. Guerra y derecho

Antes de abordar estos problemas es útil enumerar los muchos aspectos de ilegitimidad jurídica de la guerra impulsada por la OTAN, el 24 de marzo de 1999, contra la Federación Yugoslava.

La primera violación llamativa es la de la Carta de la ONU, que en sus dos primeros artículos no sólo veta la guerra sino que prescribe además "medios pacíficos" dirigidos "a conseguir el ajuste y arreglo de las controversias internacionales". La guerra, por tanto, no era en absoluto "inevitable", como se dijo desde el primer día por quien pedía, frente a los crímenes de Milosevic, "¿qué otra cosa se debía haber hecho, se debía hacer, había que quedarse parados?". La Carta de la ONU, en efecto, no nos dice sólo lo que no se debía hacer -precisamente la guerra, que además de provocar directamente muertes y destrucciones, de hecho ha secundado los diseños criminales de Milosevic impulsando su venganza sobre los albaneses de Kosovo-. También nos dice además lo que se debía hacer y no ha sido hecho: ante todo, la negociación hasta el final, mediada por el Consejo de Seguridad según lo dispuesto en el capítulo VI; en segundo lugar las sanciones: desde las medidas previstas en el artículo 41, como "la interrupción total o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas y otros medios de comunicación, así como la ruptura de relaciones diplomáticas", hasta la expulsión de la ONU prevista en el artículo 6 para el país miembro que "haya violado repetidamente los principios contenidos en la Carta"; finalmente el uso regulado de la fuerza previsto en los artículos 42-48 por obra de fuerzas armadas de intermediación que operan bajo el control y según los planes establecidos por el Consejo de Seguridad.

Ninguno de estos medios ha sido seriamente seguido. No lo ha sido la negociación, que en vez de respetar las formas de la negociación se ha desarrollado bajo la presión de un ultimátum: la amenaza de los bombardeos si Serbia no hubiese aceptado la propuesta de acuerdo de Rambouillet, propuesta naufragada, por otra parte, en la cuestión de la intervención en el territorio yugoslavo de las tropas de la OTAN en vez de las fuerzas de paz de la ONU. Hay que añadir que esta amenaza ha sido ella misma un ilícito, habiendo violado el artículo 52 de la Convención de Viena de 1980 sobre el derecho de los tratados, que prohíbe la amenaza del uso de la fuerza en el curso de las negociaciones y declara nulo todo tratado concluido bajo constricción.

Tampoco han sido adoptadas todas las medidas previstas en el artículo 41 de la Carta de la ONU. No se ha solicitado, antes del comienzo de la guerra, la acción penal frente al Tribunal por los crímenes en la ex-Yugoslavia, respecto a Milosevic, cuyas responsabilidades ya entonces habían sido consideradas tan graves y documentadas como para justificar los bombardeos. Semejante iniciativa habría tenido ciertamente algún efecto disuasorio, aunque sólo fuera por el descrédito que habría lanzado sobre Milosevic frente a la opinión pública de su país. Denuncia y acción penal han sido, en cambio, promovidas dos meses después del inicio de la guerra, sólo cuando han puesto en peligro la negociación de paz.

Finalmente no ha sido resuelto el uso de la fuerza bajo el control de la ONU, de cuya diferencia con la guerra hablaré más adelante. Por la oposición, es cierto, de Rusia y China. Pero esta oposición ha sido presentada como "impotencia" o "bloqueo" de la ONU, en vez de como un ejercicio legítimo del derecho de veto que habría debido llevar a la diplomacia internacional a seguir apostando por la prosecución de la negociación y el endurecimiento de las sanciones. Sería como decir que un parlamento está bloqueado porque no hay la mayoría exigida para conseguir aprobar la decisión deseada.

La segunda, no menos clamorosa violación, ha sido la del Tratado constitutivo de la OTAN, que por otra parte, en su Preámbulo, hace suyas las finalidades enunciadas en la Carta de la ONU y configura la Alianza como exclusivamente defensiva. Han sido violados, en particular, el artículo 1 del Tratado, que empeña a los gobiernos de la OTAN en la "solución con medios pacíficos de cualquier controversia internacional"; el artículo 5, que prevé su intervención como ejercicio del derecho de defensa reconocido por el artículo 51 de la Carta de la ONU sólo en caso de "ataque armado" a uno o más de los países de la Alianza, disponiendo además que el Consejo de Seguridad sea "inmediatamente informado" para que adopte las medidas necesarias para restablecer la paz; finalmente el artículo 7, que excluye que el Tratado contradiga de alguna manera las normas y las obligaciones establecidas en la Carta de la ONU o derogue las competencias del Consejo de Seguridad.

En tercer lugar ha sido violado el estatuto de la Corte Internacional Permanente para crímenes contra la humanidad aprobado en Roma el 17 de julio de 1998, que en su artículo 5 letra d) prevé, entre los delitos que son competencia de la Corte "the crime of aggression", es decir, cualquier guerra que no sea de defensa. El Tratado de Roma, como es sabido, no ha sido firmado por Estados Unidos, que por el contrario se ha opuesto fuertemente, como prueba de cuánto les preocupa la garantía de los derechos humanos contra los crímenes de lesa humanidad. Pero ha sido firmado, aunque todavía no ratificado, por todos los países europeos que han tomado parte en la guerra.

En cuarto -pero no último- lugar, ha sido violada, en lo que a nuestro país se refiere, la Constitución republicana: ante todo el artículo 11, que retomando las palabras de la Carta de la ONU afirma que "Italia repudia la guerra como instrumento de ofensa" y "como medio de resolución de las controversias internacionales"; en segundo lugar el artículo 78, a tenor del cual "las Cámaras deciden el estado de guerra y confieren al Gobierno los poderes necesarios". En este caso ninguna decisión ha sido adoptada por las Cámaras ni ha habido la declaración de guerra atribuida por el artículo 87 apartado 9 al Presidente de la República: tanto que, siendo rigurosos, si fuese verdad, como algunos han sostenido, que formalmente no ha habido ninguna guerra, las devastaciones y los exilios provocados por los bombardeos de la OTAN serían materia, como los delitos de masacre, desastres y atentados, del código penal ordinario. De forma análoga, en Francia la guerra ha sido decidida sin respetar el artículo 35 de la Constitución, según el cual, "la declaración de guerra es autorizada por el Parlamento" y en Alemania se ha violado el artículo 26 de la Ley Fundamental que declara "inconstitucionales" todas las acciones dirigidas a preparar o emprender una "guerra ofensiva".

Finalmente, y es la violación más vergonzosa, los crímenes de guerra, para los cuales son competentes el Tribunal Penal por los delitos cometidos en la ex-Yugoslavia y nuestras propias jurisdicciones nacionales. La guerra "humanitaria" de la OTAN, además de configurarse ella misma como una violación del derecho internacional y constitucional, se ha desarrollado, de hecho, con actos y modalidades -la garantía de inmunidad de quien bombardeaba al precio de cotidianos y letales errores "colaterales"- que han violado claramente los principios del llamado derecho humanitario de guerra, pertenecientes a la tradición internacionalista anterior incluso a la Carta de la ONU: el derecho internacional consuetudinario, la Convención de La Haya de 1907, las distintas Convenciones de Ginebra, tanto anteriores como posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Se incluyen entre estas violaciones los ataques aéreos de la OTAN que han provocado, como efectos no deseados pero, desde luego, no imprevisibles, centenares y quizás millares de víctimas civiles, culpables solamente de no haber conseguido liberarse de un régimen déspota y criminal. En particular, el bombardeo de la noche del 23 de abril -no por error, sino consecuencia de una acción diseñada y abiertamente reivindicada por los mandos de la OTAN- del edificio de la televisión Serbia donde se encontraban 150 personas, entre periodistas y empleados, de los que 11 fueron matados, que habiendo sido dirigido intencionadamente contra "civiles", es claramente calificable como "crimen de guerra", según disponen los artículos 48, 50 y 51 del I Protocolo de Ginebra de 1977 (ratificado en Italia mediante la Ley 672 de 1985), y además según el artículo 174 de nuestro Código Penal Militar de Guerra. Finalmente han sido utilizados por los bombarderos de la OTAN armas vedadas por la Convención de Ginebra de 1980, ratificada en Italia mediante la Ley 715 de 1974, como las bombas racimo y a fragmentación y los proyectiles que contienen uranio empobrecido.

3. Guerra y moral

Esta guerra ha violado, por tanto, todas las reglas constitucionales e internacionales que era posible violar. El argumento inmediatamente moral con el que estos ilícitos han sido justificados ha sido el clásico del estado de necesidad: la necesidad, precisamente, no posible de afrontar con otros medios, de defender los derechos humanos de las poblaciones de Kosovo violados por las atrocidades de Milosevic.

La confutación más trágica de este argumento la han proporcionado precisamente los efectos, diametralmente opuestos a los fines declarados, provocados por la guerra. Es bien cierto que las masacres y la limpieza étnica obra de las bandas Serbias había empezado bastante antes de los bombardeos. Pero hasta el 24 de marzo representaban un fenómeno limitado, al menos bajo el control de la opinión pública mundial a causa de la presencia de la prensa, de las televisiones y de los observadores de la Ocse. Tras el 24 de marzo la crisis humanitaria ha deflagrado en catástrofe. Además de haber provocado directamente miles de víctimas y de haber destruido la entera infraestructura económica y civil de Serbia y Kosovo (todas las fábricas principales, dos de las tres refinerías de petróleo, numerosas centrales eléctricas, gran parte de la red de ferrocarril y carreteras, decenas de puentes, escuelas, hospitales y monumentos artísticos y religiosos), la guerra humanitaria de la OTAN ha permitido a las tropas terroristas de Milosevic intensificar enormemente las masacres de las poblaciones kosovaras y su expulsión masiva de la región. Con el agravante de la que los gobiernos de la OTAN, que deberían haber previsto todo esto convencidos como estaban de que se encontraban frente a un nuevo Hitler, no se han siquiera preocupado de diseñar algún plan de acogida y asistencia de los prófugos kosovares, para la defensa de cuyos derechos se había desencadenado la guerra.

Bastaría esto para convertir en moralmente insostenible la calificación de esta guerra como "ética" o "humanitaria". Ante todo porque el medio empleado para alcanzar el fin humanitario ha consistido en la punición, por una suerte de responsabilidad colectiva, de personas inocentes: no, cuidado, también de inocentes, sino sólo de víctimas inocentes. Por tanto, esto viola el principio kantiano de la ética moderna según el cual ninguna persona puede ser utilizada como medio para fines no suyos; la idea que se le opone, de que el bien se puede lograr con cualquier medio, incluso a costa de enormes sufrimientos y sacrificios (por lo demás, de otros), representa el rasgo característico del fanatismo.

En segundo lugar, por la absoluta y patente incongruencia, bajo el perfil de la racionalidad instrumental, entre el medio de la guerra y el declarado fin humanitario. La racionalidad de un acto se mide por su congruencia con el fin que con él se quiere alcanzar. Si este acto, además de los enormes costes de sufrimiento por él directamente producidos, no sólo no es idóneo sino que es incluso contrario a los aún nobles fines declarados, entonces ese acto es irracional e irresponsable. Al menos en política, la única ética que cuenta no es la ética de las intenciones sino la de la responsabilidad; no la de los fines perseguidos sino la de los efectos provocados. Ahora, aún admitiendo la imprevisión inicial, el fracaso del fin humanitario se había hecho absolutamente evidente ya desde los primeros días, después de que estuvo claro que la expulsión de Kosovo de los periodistas en respuesta a los bombardeos había convertido a las poblaciones kosovares en rehenes de Milosevic, dejándole libre para multiplicar sus acciones de limpieza étnica. Haber perseverado en el trágico error, por tanto, ha transformado la inicial responsabilidad en corresponsabilidad.

Pero hay otro aspecto, aún más de fondo, que convierte en todo caso en insostenible la idea misma de una "guerra ética". "Guerra ética" es una expresión que evoca, en términos aún más retrógrados, la vieja categoría de la "guerra justa", que durante siglos, hasta la Carta de la ONU y la prohibición de la guerra en ella contenida, ha representado el único parámetro respecto al cual tenía un sentido la valoración de la guerra. La idea de la guerra justa, por otro lado, siempre fue concebida, por el pensamiento iusnaturalista, no tanto (o no sólo) para justificar las guerras justas, sino, más bien, para limitar o deslegitimar (en ausencia de límites o prohibiciones de derecho internacional positivo) las guerras injustas: es decir, para poner frenos, límites iusnaturalistas, en el plano de la justicia y de la moral, al derecho natural de guerra, de otro modo absoluto. Y a ella se conectan las tradicionales justificaciones doctrinales de la guerra: desde las tres iusti belli conditiones (iusta causa, auctoritas principis, intentio recta) formuladas por la doctrina canónica, hasta la idea más moderna de la guerra como reparación o como sanción.

Pues bien, todas estas justificaciones se han vuelto insostenibles en este siglo en el plano ético-político de la justicia, aún antes que en el jurídico de la legalidad. Mejor dicho: han sido excluidas en el plano del derecho, con la prohibición de la guerra en la Carta de la ONU, precisamente porque se han demostrado no aceptables, en ningún caso, en el plano de la justicia. Esto porque el fenómeno de la "guerra" contemporánea, debido a los potentísimos medios destructivos creados por la tecnología militar, ha cambiado su naturaleza frente al de las guerras tradicionales, con respecto a las cuales había sido concebida la idea de la guerra "justa". Hasta el siglo pasado, las guerras consistían en choques circunscritos, que involucraban ejércitos profesionales que se enfrentaban en campo abierto bajo la guía directa de sus reyes y generales, sin ninguna implicación para las poblaciones civiles. Y por mucho que fuesen animadas por una voluntad de aniquilación, encontraban, por intensidad y extensión, los límites objetivos de la naturaleza primitiva de los medios militares.

La guerra contemporánea es una cosa totalmente distinta: no sólo la atómica sino también la convencional que se desarrolla con misiles y bombardeos sobre las ciudades y que, por su naturaleza, es un instrumento de destrucción desmesurada e incontrolable que afecta sobre todo a las poblaciones civiles. Una prueba es el crecimiento exponencial de los porcentajes de víctimas civiles en las guerras de este siglo: desde el 20% en la Primera Guerra Mundial, al 50% en la Segunda, hasta el 80% en los conflictos sucesivos. Pero nunca se había alcanzado la paradoja que ha distinguido esta guerra -es más, de ambas guerras en acto, la de Milosevic contra las poblaciones inermes de Kosovo y la de la OTAN realizada con 45.000 incursiones aéreas y bombardeos indiscriminados sobre todo el territorio yugoslavo- en la cual no ha habido "pérdidas" entre los agresores sino sólo entre las poblaciones agredidas. De ello deriva la absoluta incongruencia de la vieja figura de la guerra como sanción o reparación de crímenes internacionales. Indudablemente Milosevic ha cometido crímenes gravísimos. Pero la guerra en contra del principio elemental de la responsabilidad personal y de la exclusión de la responsabilidad por hecho ajeno, no ha golpeado su persona, sino miles de inocentes cuya única culpa era vivir bajo su dictadura.

En definitiva la guerra, después de las grandes masacres del siglo, ha parecido, por sus características intrínsecas, un mal absoluto respecto al cual todos los viejos límites iusnaturalistas impuestos por el paradigma de la guerra justa se han demostrado insuficientes al haber sido atropellados todos los límites naturales a sus capacidades destructivas. Precisamente esta conciencia fue lo que inspiró tanto la Carta de la ONU como la Constitución Italiana, escritas en el mismo clima moral y cultural generado tras la Segunda Guerra Mundial y caracterizadas por el mismo esquema normativo: la prohibición de la guerra como "medio de arreglo de las controversias internacionales", exceptuando sólo la guerra de "defensa", que en rigor no es guerra sino legítima defensa de la guerra. Vedando la guerra jurídicamente, porque de todos modos es moralmente injustificable, la Carta de la ONU, y por lo que a nosotros concierte la Constitución Italiana, han archivado la cuestión de la justicia o injusticia de la guerra -de cualquier guerra- con la afirmación, en todo caso, de su ilegalidad. Es este, en definitiva, el valor garantista del derecho positivo. Este transforma el principio de la paz en derecho cierto y vigente, anclado en normas positivas y sustraído a la opinabilidad típica de los juicios de valor en temas de justicia.

Sin embargo la prohibición de la guerra ha transformado sobre todo la naturaleza de las relaciones internacionales, convirtiéndolas de sistema pactado de relaciones bilaterales entre Estados en un auténtico ordenamiento jurídico supraestatal, precisamente porque todos los estados que lo han suscrito -como un pactum subiectionis y no simplemente associationis- se han vinculado a ello. Es, por así decirlo, la norma constitutiva de todo orden jurídico tanto interno como internacional, lo que rechaza la guerra, y con ella, la soberanía ilimitada de los estados, que tenía su principal atributo en el derecho de guerra, equivalente internacional de la libertad salvaje propia del estado de naturaleza. Por esto la idea de la guerra justa y aún más de la guerra ética, excluida por el nuevo derecho internacional nacido con la Carta de la ONU puede ser hoy exhumada sólo al precio de una regresión a las formas pre-jurídicas de las viejas relaciones entre estados basadas en la ley del más fuerte.

4. Guerra y derechos humanos

Se entiende, por tanto, como la incongruencia irracional aquí ilustrada entre el medio de la guerra y el fin humanitario de la tutela de los derechos no es en absoluto casual. Esta ha sido la trágica confirmación del nexo indisoluble que une derecho y razón, legalidad y garantía de los derechos humanos, medios y fines, formas y sustancias de los instrumentos, incluso coercitivos, de tutela de los débiles contra la ley del más fuerte. Más en general, es el reflejo perverso de la antinomia entre guerra y derecho y entre guerra y derechos enunciada por Hobbes en los orígenes de la civilización jurídica moderna: la guerra es la negación del derecho y de los derechos, primeramente del derecho a la vida, así como el derecho, fuera del cual ninguna tutela de los derechos es concebible, es la negación de la guerra.

Al contrario, la calificación de la guerra como "inevitable" instrumento de garantía de los derechos expresa una absurda contraposición entre derechos y derecho, entre la sustancia y las formas de la tutela de los derechos humanos: como si las formas fuesen unos procedimientos vacíos y no las técnicas de garantía de los derechos, y el derecho fuera un fetiche en vez de un sistema de reglas idóneas para impedir o al menos, minimizar, la violencia y el albedrío, y por lo tanto indispensables para toda convivencia civil y pacífica, tanto estatal como interestatal. Así que es precisamente la ruptura de las reglas lo que explica no sólo el fracaso del fin humanitario, sino también las enormes responsabilidades de la guerra, directas e indirectas, en la violación de los derechos, no sólo de las víctimas serbias sino también de las kosovares. Ya que la guerra es regresión al estado salvaje, no sólo en las relaciones internacionales sino también en las internas, en las cuales no por casualidad termina incentivando y secundando, como ha ocurrido en Kosovo en los 78 días de bombardeos, cualquier ignominia posible. Contrariamente al dilema "o guerra o Auschwitz" propuesto insensatamente para sostener esta guerra, los peores crímenes contra la humanidad -incluido el holocausto- siempre han sido alimentados y encubiertos por la guerra, que por tanto no es la alternativa sino en todo caso la antecámara de Auschwitz.

Por otro lado, esta ruptura del nexo entre derecho y derechos, expresada por la idea de que los derechos pueden ser tutelados con medios anti-jurídicos e incluso con la guerra, que es su negación, es el síntoma de un nuevo fundamentalismo que corre el peligro de oponer el Occidente de los derechos al resto del mundo y reproducir la misma obsesión identitaria propia de las guerras étnicas: por un lado Occidente, por el otro el resto del mundo sobre el que se pretenden imponer los valores de Occidente mediante la violencia. Nada nuevo en todo esto. Occidente siempre ha justificado sus guerras -sus cruzadas, sus conquistas y sus colonizaciones- en el nombre de sus propios valores: primero como misiones de evangelización, después como misiones de civilización. Pero esta vez la contradicción es mucho más visible, debido a que el nuevo fundamentalismo apela precisamente a los derechos -que por su naturaleza excluyen la guerra y exigen la mediación jurídica- arriesgándose así a descalificarlos como el último engaño de Occidente.

Insisto en esta antinomia entre guerra y garantías de los derechos. La primera regla que distingue las técnicas, incluso coercitivas, de garantías de los derechos -pensemos en el derecho penal y en el empleo de las fuerzas de policía- es la no punición del inocente. En esto reside la diferencia, no de forma sino de sustancia, entre la "guerra" y el "empleo de la fuerza" disciplinado por el capítulo VII de la Carta de la ONU. Es la misma diferencia que existe entre pena y venganza, entre derecho y vía de hecho, entre intervención de policía y violencia no regulada: una cosa es la negación de la otra, y se define como negación de la otra. La guerra es por naturaleza un uso de la fuerza no susceptible de límites y controles y dirigido a la aniquilación del adversario. Una operación de policía consiste, en cambio, en el sólo uso de la fuerza que el derecho requiere no ya para "vencer", sino únicamente para proteger a las víctimas de la legalidad violada. Una guerra está destinada inevitablemente a doblegarse ante los fines e intereses particulares de los estados que la llevan a cabo. Una operación de policía no tiene otro objetivo que el de garantizar los derechos y restablecer la paz.

Naturalmente la guerra es un medio más rápido y expeditivo, que puede resultar mucho más eficaz que el uso de la fuerza en las formas previstas por el derecho. Pero en esto radica la diferencia esencial entre las dos cosas. El derecho -es decir la negociación paciente, los distintos tipos de embargo y después, el uso reglado y controlado de la fuerza, con sus formas, garantías y procedimientos- es por su naturaleza un medio más costoso, más lento y menos eficaz que el uso no regulado e ilimitado de la fuerza que supone la guerra. Y entre sus costes siempre está el riesgo de alguna ineficacia. Nadie sostendría que el derecho penal interno siempre es efectivo. En Italia el estado no consigue acabar con la mafia. Pero nadie piensa que para desmantelar la mafia cualquier medio -los bombardeos de las localidades mafiosas, la tortura o el fusilamiento de los sospechosos- sea lícito; o que para detener un robo en un banco la policía pueda intervenir con bombas y tanques y provocar matanzas.

Ciertamente el uso regulado de la fuerza por parte del Consejo de Seguridad requeriría, para su eficacia, la actuación concreta del capítulo VII de la Carta de la ONU: es decir, la institución efectiva, sino del monopolio de la fuerza encomendado a las Naciones Unidas, al menos de fuerzas armadas estables de la ONU y del relativo Comité de Estado Mayor previstos en el artículo 45. Esta claro que sin una adecuada fuerza internacional de policía, las intervenciones armadas de la ONU correrían siempre el riesgo del fracaso, como ocurrió en la catástrofe bosnia. Pero los últimos que tienen derecho a quejarse de la impotencia o ineficacia de la ONU por carencia de medios y estructuras son precisamente las grandes potencias, encabezadas por la superpotencia estadounidense. Estados Unidos y sus partners de la OTAN, aunque sean una ínfima minoría respecto al conjunto de los demás países de la ONU, no son desde luego potencias marginales. Son de hecho, por potencia económica y militar, los dueños del mundo y los verdaderos soberanos del planeta, hasta el punto que se han propuesto durante los meses de la guerra como expresión de la entera "comunidad internacional". Por tanto depende sólo de ellos si quieren ser soberanos absolutos o, por el contrario, acatar el derecho internacional vigente. Sólo depende de su voluntad el futuro de la ONU y con ello de las garantías de la paz y de los derechos: empezando por la institución, además de fuerzas adecuadas de policía internacional, de aquella Corte permanente para los crímenes contra la humanidad, respecto de la que la máxima potencia mundial ha rechazado incluso, el año pasado, suscribir su Estatuto. Por esto sus quejas acerca de la impotencia de la ONU no son creíbles. La ONU siempre estaría en condiciones de intervenir, para garantizar la paz y los derechos humanos, sólo con que ellas lo quisieran, renunciando a su propio papel de dominación militar y económica sobre el planeta entero y aceptando aquella limitación de la soberanía impuesta a todos los estados por la prohibición de la guerra que ellas mismas han querido y suscrito en 1945.

5. Guerra y política. Un golpe de estado internacional

Llego así a la última clase de problemas apuntados al principio. La guerra de la OTAN no ha sido sólo una guerra contraria a derecho. Y no ha tenido solamente efectos contrarios a sus proclamados fines morales y de tutela de los derechos. Ha fracasado clamorosamente, en el terreno de la racionalidad política, precisamente como medio de arreglo militar de las controversias internacionales, en contraste con la prohibición estipulada en la Carta de la ONU.

Ha fracasado ante todo como medio de solución del conflicto que desgarra lo que queda de la Ex-Yugoslavia. Milosevic sigue en el poder, en una Serbia devastada en sus estructuras productivas y en su tejido civil, trastornada en sus equilibrios ecológicos por la contaminación de los ríos, del suelo y del aire, paralizada por la invasión de 700.000 prófugos y por el crecimiento de la pobreza y del desempleo. Es cierto que se ha desarrollado una fuerte oposición popular contra el régimen. Pero también se ha agudizado, en virtud de un sentimiento común de persecución, el odio hacia las otras nacionalidades y a la vez hacia todo Occidente. Por otro lado la guerra no sólo no ha resuelto, sino que ha agravado enormemente, convirtiéndolo a corto plazo en insoluble, el conflicto étnico entre serbios y albaneses de Kosovo. Emprendida para garantizar el derecho a la autodeterminación del pueblo kosovar, la guerra ha destrozado el objeto de este derecho, reduciendo su territorio a un montón de escombros y ha contribuido o, en todo caso, favorecido, la matanza de miles de kosovares, que son los sujetos del mismo derecho. Y ha hecho imposible, como está mostrando la espiral de venganzas y operaciones de limpieza étnica contra la minoría serbia, una pacífica convivencia entre albaneses y serbios, sea cual sea el estatuto, de autonomía o de independencia, que en el futuro la región tendrá asegurado. En el mejor de los casos se formarán uno o tal vez dos estados étnicos, enemigos entre sí, con minorías perseguidas dentro de ambos.

En segundo lugar esta guerra ha sido un fracaso por lo que se refiere a las futuras relaciones entre Occidente y Oriente y más en general, entre los países ricos y el resto del mundo. Demostrando una falta total de confianza en los instrumentos del derecho y en las perspectivas de una lucha política para la construcción, en los países del Este, de la democracia y la paz, la guerra ha vuelto a edificar el muro derribado hace diez años, que separaba Europa del bloque Oriental. De este modo Occidente ha hecho, con la guerra, exactamente lo que siempre ha reprochado, en esos países, al comunismo soviético: la imposición mediante la violencia de sus propios valores, en contraste con estos mismos valores. Ayer la imposición por la fuerza del socialismo, hoy la imposición por de la democracia y del respeto de los derechos humanos: lo que significaría, siendo rigurosos, si la intervención en Yugoslavia tuviese que valer como regla o como precedente, exportar la guerra a cada rincón del planeta. El resultado ha sido, tras las grandes esperanzas del 89, la crisis de la credibilidad de Occidente y de sus valores democráticos y el endurecimiento, no sólo en Serbia sino también en China y en Rusia, de un anti-occidentalismo que de por sí es una gravísima amenaza para la paz. Repárese sólo en el peligro de que de las próximas elecciones presidenciales rusas, en las que serán buscados los humores y las frustraciones nacionalistas del electorado, resulte elegido un Milosevic ruso que podría reabrir la guerra fría o, peor, una guerra caliente.

Pero sobre todo el abandono del derecho como fundamento del orden mundial es, en perspectiva, el efecto más desastroso de esta guerra. Más allá de sus declaradas finalidades morales, la intervención humanitaria de la OTAN equivale, de hecho, a una suerte de golpe de estado internacional, dirigido de sustituir, la OTAN a la ONU como garante del orden mundial y a volver a legitimar la guerra como instrumento de arreglo de las controversias internacionales. Los primeros indicios de esta elección se habían manifestado en el fracaso, al que siguió la guerra, de los acuerdos de Rambouillet sobre el futuro de Kosovo, que naufragaron, como se ha recordado al principio, precisamente sobre la cuestión de la intervención en el territorio yugoslavo de las tropas de la OTAN en vez de las fuerzas de intermediación de la ONU. Esos indicios han sido después confirmados por la larga y obstinada indisponibilidad de los halcones de la Alianza hacia la solución negociada del conflicto a través de la mediación política y operativa de Naciones Unidas. Pero sobre todo la nueva elección estratégica ha sido declarada abiertamente en los dos documentos An Alliance for the 21st Century y The Alliance's Strategic Concept aprobados por el Consejo Atlántico en la reunión de Nueva York del 23-24 de abril: estos documentos, previendo posibles intervenciones armadas dirigidas a "prevenir conflictos y llevar a cabo operaciones de respuesta a crisis no previstas en el artículo 5" del Tratado constitutivo de 1949, han reivindicado, de hecho, para la OTAN el papel activo de nuevo guardián, en lugar de la ONU, del orden en el planeta.

Está claro que esta elección, si fuese mantenida y actuada por las grandes potencias, equivaldría a la disolución del proyecto universalista contemplado por la Carta de la ONU y por el derecho internacional vigente y equivaldría a la afirmación de las razones de la fuerza y de la guerra sobre las del derecho y la paz. La perspectiva es la de una dominación, no sólo económica sino también militar, de las potencias occidentales y de nuestras ricas democracias, que difícilmente podrían garantizar, sin embargo, no ya los derechos humanos, sino cualquier convivencia ordenada y estable en un mundo repleto de armas atómicas y atravesado por conflictos endémicos y por desigualdades crecientes. El ejemplo de la guerra desde el cielo ha sido ya rápidamente imitado por Rusia en el conflicto chechenio, sin suscitar, por otra parte, ninguna reacción, ni siquiera de indignación, en la opinión pública internacional. China, India, Pakistán y Ucrania han anunciado en estos meses sus proyectos de rearme, exhibiendo los títulos de su pertenencia al círculo, ya no restringido, de los poseedores de armas nucleares. El espectro de nuevas guerras globales, generadas por la nueva anarquía internacional, vuelve por tanto a pender sobre nuestro futuro.

Ante estas perspectivas las responsabilidades de la cultura son enormes. Durante los meses de la guerra ha sido destacada, muchas veces y por distintas partes, la inutilidad de las quejas de los intelectuales: de sus decenas de llamamientos, de sus análisis, de sus protestas. Pero yo creo que los llamamientos y los análisis racionales, si bien no han parado un solo bombardeo, aún están en condiciones de contribuir a la formación del sentido común y del imaginario colectivo sobre la ilegitimidad jurídica y moral de la guerra, los efectos perversos y los enormes peligros provocados por ella. Esta guerra habrá sido, de hecho, tanto más desastrosa cuanto más aval tácito reciba de la cultura política y jurídica. Al contrario, la única condición para salir de los desastres, no sólo materiales sino culturales y políticos por ella generados, es que sea estigmatizada y recordada como una trágica y gravísima culpa. Sólo de este modo esta guerra no logrará ser un acto constituyente de un nuevo orden/desorden mundial y el golpe de estado intentado a través de ella: si se toma conciencia de que ha supuesto una derrota moral, jurídica y política de Occidente, reparable sólo con un renovado nunca más a la guerra como medio de arreglo de las controversias internacionales.


*. En "Ragion Pratica", 7 (1999), 13, pp. 117-128.