2008

¿Repensar la cultura de los derechos? (*)

Tecla Mazzarese (**)

1. Una convicción siempre más difundida, pero dudosa y discutible

Es una convicción siempre más ampliamente compartida que la cultura de los derechos deba ser repensada, si no es que incluso puesta radicalmente en discusión. Se trata de una convicción, ya casi de un lugar común, que parece encontrar confirmación no sólo en la literatura filosófica, jurídica y política de los últimos años sino, de manera más significativa, en las medidas adoptadas por las administraciones de aquellos países que, poco sensibles a las instancias de justicia internacional y poco interesados en jacer efectivo un constitucionalismo global para garantizar su realización, se han preocupado al concluir la guerra fría sobre todo de imponer nuevas relaciones de fuerza, y de consolidar hegemonías ya existentes para ventaja de sus intereses (inter)nacionales.

Pese al consenso creciente del que goza, dicha convicción es dudosa. O, por lo menos, es dudoso que pueda ser considerada consecuencia obvia y necesaria de los acontecimientos sucesivos al final de la guerra fría y/o de aquellos sucesivos al atentado terrorista del 11 de septiembre. Acontecimientos que ciertamente testimonian, unos y aún más los otros, la crisis de la edad de los derechos; que denuncian sì la violación y la negación de sus principio últimos y fundamentales, pero que no por ello conducen también a su delegitimación y a la reivindicación de su revisión. Afirmar que de la violación de los principios de la edad de los derechos se deriva de manera necesaria también su delegitimación es, en efecto, una falacia, una inferencia indebida que, ignorando la ley de Hume sobre la separación entre ser y deber ser, pretende inferir la (in)justicia de un principio a partir de su eventual (in)efectividad.

Además la convicción de que la cultura de los derechos deba ser repensada, si no es que hasta puesta radicalmente en discusión, no sólo es dudosa si y en cuanto fruto de una inferencia indebida de hechos a valores, sino es también discutible. Los argumentos a favor de la cultura de los derechos, a saber, de aquella cultura que hizo suyos los principios y los valores de la edad de los derechos y se convirtió en vehículo de su reivindicación, afrrmación y tutela, siguen siendo, hoy así como en la segunda posguerra, más convincentes que los argumentos que por el contrario cuestionan su inspiración o su formulación. Y siguen siendo más convincentes, no pese a, sino precisamente con motivo de lo acontecido al final de la guerra fría y después del atentado del 11 de septiembre. Ésta, en una apretada síntesis, la tesis que el presente trabajo quiere defender.

Antes de examinar algunas de las diversas formas en las que se formula la progresiva deslegitimación de la cultura de los derechos y de una lectura crítica de los argumentos sobre los cuales éstas se fundan (§ 4), es oportuno señalar los principales factores que en los últimos quince años han contribuido a la crisis de la edad de los derechos (§ 3.). También es oportuno recordar, preliminarmente, los términos en los cuales la edad de los derechos se fue caracterizando en la segunda posguerra (§ 2.), sus fases principales (§ 2.1.), los problemas que condicionaron siempre la posibilidad de una doctrina realmente unívoca y compartida (§ 2.2.) y los principios que, pese a cualquier dificultad, dieron forma a una cultura fuertemente innovadora (§ 2.3.).

2. La edad de los derechos

«Edad de los derechos» es una expresión de Norberto Bobbio, usada por primera vez en 1989 y nuevamente en 1990 (1), para dar cuenta del particular relieve que la tutela (inter)nacional de los derechos del hombre cobró en la segunda posguerra. Aunque este problema remonta por lo menos al inicio de la edad moderna y, «a través de la difusión de las doctrinas iusnaturalistas -primero-, las declaraciones de los derechos del hombre incluidas en las constituciones de los Estados liberales -después- [haya seguido] el nacimiento, el desarrollo, la afirmación del Estado de derecho» en una parte siempre más amplia del mundo, no obstante lo anterior -subraya Bobbio- «es [...] sólo después del fin de la segunda guerra mundial [que] éste mismo problema pasó de ser nacional a ser internacional, e involucró por primera vez en la historia todos los pueblos» (2). Es en la segunda posguerra en efecto, puntualiza aún Bobbio, que «se han ido reforzando siempre más [...] tres procesos de evolución en la historia de los derechos del hombre [...]: positivización, generalización, internacionalización» (3).

Aquella iniciada en la segunda posguerra no es ciertamente una edad en la cual los derechos repentinamente hayan encontrado inmediata realización y una acabada tutela. Por el contrario, sus violaciones siguieron siendo numerosas y frecuentemente dramáticas; tan numerosas y dramáticas como para justificar el juicio drásticamente severo de quien, como Luigi Ferrajoli, denuncia que la edad de los derechos «es también la edad de su violación masiva y de la más profunda e intolerable desigualdad» (4).

Sin embargo, no obstante todas las tensiones y las contradicciones que la caracterizaron desde los inicios, y pese a todos los retardos y los fracasos que con frecuencia marcaron sus diversas fases, la segunda posguerra es una edad que afirmó como su fundamento y principio constitutivo «el derecho a tener derechos» (5) iguales e inalienables para todo hombre y toda mujer; es la edad que, tal como reza el Preámbulo de la Declaración universal de 1948, hizo del reconocimiento de los derechos inherentes al respeto de la dignidad humana «el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo».

Y el alcance innovador del reconocimiento del derecho a tener derechos iguales e inalienables para todo hombre y toda mujer fue y es fulminante tanto en el derecho internacional cuanto en el derecho interno de las democracias constitucionales que, desde la segunda posguerra, se fueron afirmando luego de la derrota de los regímenes totalitarios o militares, en Italia, Alemania, España y Portugal, y en los países de Europa oriental y en algunas repúblicas de Asia central, después del derrumbe de la Unión Soviética y la caída de los regímenes del llamado socialismo real.

Fue fulminante, en particular, la innovación en el derecho interno de las democracias constitucionales, esto es, de las democracias en las cuales el principio de la tutela y realización de los derechos es el soporte de todo el ordenamiento jurídico, condicionando y limitando el posible ámbito discrecional del legislador, así como de los jueces y de los administradores. Su constitución incorpora en efecto un largo catálogo de derechos y, sobre todo, predispone las garantías que permiten su realización o por lo menos impidan su violación, tanto en la emanación, cuanto en la aplicación (judicial) de las leyes. Se trata de una innovación verdaderamente significativa que condujo a la tematización de un nuevo paradigma del derecho, el (neo)constitucionalismo (6), o, más prudentemente, al menos al examen de las formas de «constitucionalización» del ordenamiento» (7).

No menos impresionante fue la innovación en el derecho internacional: en efecto, por primera vez sus normas, sus Pactos y Convenciones, ya no tienen como destinatarios sólo los Estados sino también a los individuos, de quienes se reconoce y sanciona la inviolabilidad de los derechos iguales e inalienables. El viraje es tan radical que se justifica identificarlo como un nuevo modelo de derecho internacional, el «modelo de la Carta de las Naciones Unidas», otro y diverso de aquél clásico y tradicional, el «modelo de Westfalia». Este último se caracterizaba en efecto, por el principio de la soberanía nacional absoluta y preveía que los Estados: (a) fueran los únicos sujetos del derecho internacional; (b) no estuvieran sometidos a ningún principio de jus cogens, ní a forma alguna de jurisdicción internacional; y (c) tuvieran el pleno derecho de recurrir a la guerra para tutelar sus intereses. Radicalmente diverso, el modelo de la Carta de las Naciones Unidas se caracteriza por el contrario por la progresiva limitación (aunque no por la negación) de la soberanía nacional y prevé que los Estados: (a) ya no son los únicos destinatarios del derecho internacional, (b) están vinculados por un núcleo de principios que se han afirmados como jus cogens y pueden ser sometidos a juicio en caso de su violación, pero, sobre todo, (c) ya no tienen el derecho de recurrir a la guerra si no es por legítima defensa (8).

Edad de los derechos, entonces, es aquella que se inició en la segunda posguerra porque, como subraya también Ugo Villani, «Es con el nacimiento de la Organización de las Naciones Unidas, en 1945, que la temática de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, en su totalidad y universalidad, salta prepotentemente a la escena internacional» (9). Efectivamente, en su primer artículo la Carta de la Onu señala entre los fines de la nueva organización el de «promover y estimular el respeto de los derechos del hombre e de las libertades fundamentales para todos, sin distinción de raza, de sexo, de lengua o de religión». No sólo esto; desde el Preámbulo y su primer artículo se pone en estrecha correlación el respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales en la Carta de la Onu con el valor del mantenimiento de la paz. Correlación, aquella entre paz y tutela de los derechos, que, como subraya nuevamente Villani, «muestra que entre estos fines existe una dúplice relación: por un lado, el respeto de los derechos humanos constituye, además de un valor en sí, una condición indispensable para el mantenimiento mismo de la paz y de la seguridad internacional; por otro, la paz que la Onu quiere garantizar no se reduce a la mera ausencia de violencia en las relaciones internacionales, sino es una paz, para así decirlo, calificada para estar fundada, además, en el respeto de los derechos humanos» (10).

Asimismo, junto y más allá de la estrecha interdependencia entre mantenimiento de la paz y respeto de los derechos humanos, se enfatiza en la Declaración Universal, aunque no en la Carta de la Onu, también el vínculo entre estos dos valores y un tercero: el de la defensa de la democracia y de sus instituciones.

De este modo, en la introducción a su antología de ensayos titulada La edad de los derechos de 1990, Bobbio afirma icásticamente que: «Derechos del hombre, democracia y paz son tres momentos necesarios del mismo movimiento histórico: sin reconocimiento y protección de los derechos del hombre no hay democracia; sin democracia no hay las condiciones mínimas para la solución pacífica de los conflictos» (11).

Movimiento histórico, el de la edad de los derechos, que en la segunda posguerra vio el desarrollo y la progresiva difusión de una cultura siempre más atenta a las instancias políticas, económicas y sociales de justicia (inter)nacional (§ 2.3.), no obstante todos los obstáculos y las reticencias que siempre acompañaron las diversas fases de la doctrina de los derechos desde los momentos iniciales de su afirmación (§ 2.1.), y no obstante todas aquellas dificultades que han condicionado siempre el carácter complejo y plural de la doctrina de los derechos (2.2.).

2.1. Fases de un camino lleno de obstáculos

Desde la primera afirmación de su centralidad para la definición del nuevo orden internacional, la doctrina de los derechos revela toda su complejidad y problematicidad. La barbarie del segundo conflicto mundial y los horrores de los regímenes totalitarios que lo habían desencadenado fueron suficientes, en efecto, para determinar un difuso consenso en torno a la necesidad de reivindicar la protección internacional de los derechos, pero no para alcanzar un acuerdo sobre su definición, ni sobre la especificación de sus garantías jurídicas.

No es fortuito, entonces, que en 1945 la Carta de la Onu, aun enunciando enfáticamente entre los fines de la nueva organización el de promover el respeto de los derechos, no especifique sin embargo su catálogo; tampoco es fortuito que en 1948 no se atribuya ningún carácter jurídicamente vinculante a la Declaración universal, redactada después de dos años de trabajos por una comisión instituida expresamente por la Onu, (12).

Además las divergencias y las reticencias que no permitieron especificar en la Carta de la Onu los derechos, cuyo el respeto se promovía, y que impidieron el acuerdo para reconocerle fuerza jurídicamente vinculante a la Declaración universal, fueron confirmadas y propuestas de nuevo también en 1966 con la redacción de dos diversos Pactos, relativos a dos distintos elencos de derechos: el Pacto internacional sobre los derechos civiles y políticos, y el Pacto internacional sobre los derechos económicos, sociales y culturales. Dos Pactos diversos y dos elencos distintos que, por separado, repiten las razones del disenso y de las tensiones que ya en la redacción de la Declaración universal vieron la contraposición entre dos concepciones de la doctrina de los derechos: la de quien, como los Estados Unidos, reivindicaba una matriz exclusivamente individualista-liberal y la de quienes, como la Unión Soviética, promovía por el contrario su connotación fuertemente socialista. Dos Pactos diversos y dos elencos distintos de aquél único catálogo de derechos formulado en la Declaración universal, para permitir a los más valientes defensores de una u otra ideología suscribir sólo uno de los dos documentos. Sin embargo los Pactos de 1966, jurídicamente vinculantes para los países que los ratificaron (y muchos son los que ratificaron ambos), no testimonian solamente la irreductibilidad de la contraposición entre concepciones diversas de la doctrina de los derechos, sino marcan al mismo tiempo una etapa importante de su afirmación.

Del mismo modo testimonian su lenta y progresiva afirmación (si bien siempre fatigosa y frecuentemente indecisa) las múltiples Cartas y Convenciones, regionales e internacionales, que se sucedieron en la segunda posguerra para precisar y delimitar los derechos de sujetos particularmente débiles (como, por ejemplo, aquellas sobre los derechos de las mujeres, de los menores, de los trabajadores inmigrantes, de los detenidos, de los prisioneros de conflictos armados), y/o para especificar el significado y definir las garantías de derechos ya reconocidos (como, por ejemplo, aquellas contra el genocidio, la discriminación racial, la esclavización, la tortura), y/o para sancionar las formas y los modos de tutelar nuevos derechos, cuyo reconocimiento es solicitado por los nuevos descubrimientos del desarrollo científico y tecnológico (como por ejemplo, aquellos sobre el genoma humano o sobre la pluralidad de formas de la biomedicina), y/o por las profundas alteraciones del medio ambiente y de su ecosistema (13).

En su variedad y pluralidad estas Cartas y Convenciones concurren a reproponer, en el espíritu de la Declaración universal, la indivisibilidad de los derechos civiles y sociales. Pero, al mismo tiempo, pese a su variedad y pluralidad nunca lograron superar definitivamente las muchas dificultades, políticas y económicas -antes y más significativamente que culturales-, que siempre dificultaron y obstaculizaron su eficacia. Lo testimonian en particular los diversos mecanismos, primero entre todos el recurso a las reservas, que permiten eludir, si no es que incluso nulificar, los efectos de su eventual ratificación. Y lo testimonian sobre todo las defecciones, con frecuencia precisamente de las grandes potencias, que se rehúsan a ratificar dichas Cartas y Convenciones. De esta manera, sólo para mencionar un ejemplo notorio entre los más recientes, el Tratado de Roma de 1998 que instituía la Corte Penal Internacional no fue ratificado ni por los Estados Unidos, ni por China, Rusia e Israel.

El hecho de que las dificultades con las cuales se enfrentó siempre la doctrina de los derechos son de carácter político y económico antes que cultural, como reivindica por su parte un número siempre más amplio de movimientos diversos, es una afirmación confirmada por los términos en los que es posible dividir y caracterizar algunas de sus fases principales. Es así, en particular, en la distinción de cuatro fases de la historia de la protección internacional de los derechos, que Cassese delinea precisamente con base en sus diversos valores políticos y connotaciones ideológicas. En efecto, según Cassese la primera fase, que va desde la adopción de la Carta de la Onu hasta finales de los años cincuenta, ve el «predominio de los países occidentales»; la segunda, iniciada a la mitad de los años cincuenta con el fortalecimiento en el seno de la Onu de los países socialistas y de su creciente influencia sobre los países in vía de desarrollo, «se caracteriza por la necesidad de los Estados occidentales de pactar» tanto con los países socialistas como con aquellos del tercer mundo; la tercera fase, iniciada en los primeros años setenta y concluida a finales de los años ochenta, ve «la preponderancia de los países en vía de desarrollo»; y finalmente la cuarta fase, aquella iniciada con la conclusión de la guerra fría, ve la desaparición de la contraposición entre los bloques de los países occidentales, socialistas y del tercer mundo y «se abre -escribe Cassese- con un consenso general e amplio entre los Estados sobre la necesidad de considerar el respeto de los derechos humanos como una condicio sine qua non para una plena legitimación internacional, vale decir para una verdadera participación en la vida de las relaciones internacionales» (14).

Sin lugar a dudas el final de la guerra fría, como afirma Cassese, marca el inicio de una nueva fase en la historia de la protección internacional de los derechos; más problemático por otra parte caracterizar ésta cuarta fase (independientemente de la oportunidad de identificar una fase ulterior a partir del atentado terrorista del 11 de septiembre del 2001) como el momento más plenamente positivo y más prometedor de la edad de los derechos y no, por el contrario, como argumentaremos enseguida (§ 3.), como el momento que marcó el comienzo de una crisis grave y radical (15).

2.2. Términos de una doctrina controvertida

Los obstáculos y los impedimentos, que desde sus primeras enunciaciones en la segunda posguerra connotaron la progresiva afirmación de la doctrina de los derechos, son un importante indicador de una dificultad que no puede ser eludida, sobre todo por parte de quien quiera tomar en serio sus presupuestos y quiera defender la cultura que ellos contribuyeron a desarrollar. La dificultad es que, como muchos conceptos de la filosofía práctica (y no sólo) también el de derechos «fundamentales» es un concepto «controvertido» (16). Dicho de otra forma, sobre la noción de los derechos «fundamentales» chocan concepciones (no sólo de carácter político e jurídico, sino también ético) muy diversas entre sí.

Una muestra lingüística de la variedad de sus concepciones y de sus conceptos la ofrece la misma pluralidad de denominaciones que han sido propuestas (y se proponen) de tales derechos. No solamente «derechos fundamentales» (entre todas, quizás, la palabra menos comprometida y comprometedora) sino también palabras, dependiendo de si se quiere enfatizar su valor absoluto más que el valor históricamente condicionado y connotado, como: «derechos humanos», «derechos naturales» o hasta «derechos morales», por una parte; y, por otra, «derechos constitucionales» cuando no simplemente «derechos individuales» o «derechos subjetivos». Denominaciones diversas que, aunque a veces pueden ser usadas indiferentemente, testimonian las diferentes opciones filosóficas y teorético-conceptuales tanto sobre el problema meta-ético del eventual fundamento último de los derechos (17), cuanto sobre los temas de su definición e identificación, así como sobre el de las formas y de los modos de su tutela jurídica (18).

De este modo, en particular, considerar los derechos a los cuales habría que garantizar protección jurídica como «derechos naturales» o «derechos del hombre» si no incluso «derechos morales», en vez de «derechos fundamentales» o «derechos constitucionales», puede condicionar respuestas diversas por lo menos a tres importantes preguntas (19). La primera, relativa a su identificación y por ende también a su tutela judicial, es si considerar abierto o cerrado su catálogo en un ordenamiento jurídico dado, sea éste nacional, regional o internacional; dicho de otra forma, la primera cuestión es si considerar tal catálogo como una mera serie de ejemplos o, por el contrario, como un elenco exhaustivo de los derechos que pueden o deben recibir tutela jurídica (20). La segunda pregunta, relativa a su definición, atañe el tipo de garantías que (eventualmente) deben acompañar su enunciación a nivel legislativo y judicial. La tercera, relativa a la dimensión supranacional, concierne el ámbito operativo de su validez y efectividad; esto es, atañe los términos por los que son considerados universales.

Y además, las posturas diversas ante los derechos de los que garantizar tutela jurídica no sólo conducen a elegir denominaciones diversas, sino también definiciones y criterios de selección no equivalentes.

Así, por lo que respecta a su definición, no parece fácil responder a la pregunta de si es posible delinear, y eventualmente en qué términos, una teoría de los derechos libre de connotaciones axiológicas y/o de condicionamientos ideológicos; es decir, de si es posible una definición de su noción, y eventualmente en qué términos, que reivindique un carácter exclusivamente estructural y formal (21).

Por lo que respecta más bien a la identificación de los derechos de los que garantizar la tutela jurídica hay que tomar en consideración por lo menos dos dificultades. La primera, de carácter temporal, atañe la no unitariedad, en el ámbito de una misma tradición cultural e/o ideológica, del catálogo de los valores por tutelar y de los medios considerados necesarios para su realización y tutela; no unitariedad que encuentra expresión en las sucesivas modificaciones e integraciones del catálogo, tanto a partir del surgimiento de nuevas problemáticas dictadas por el desarrollo científico-tecnológico, como del surgimiento de nuevas sensibilidades que conducen a una relectura de problemáticas tradicionales. Expresa esta dificultad de carácter temporal, ciertamente la menos problemática, la propuesta periódica de nuevas generaciones de derechos (22). La segunda dificultad, de carácter ideológico, concierne por su parte una concepción pluralista de las necesidades y de los valores de los cuales garantizar la realización y la tutela, no tanto debido a las posibles mutaciones de la sociedad con el paso del tiempo, cuanto a la multiplicidad y variedad de modos en los cuales los valores y necesidades pueden ser entendidos y seleccionados. Es decir, lo que se pone en discusión es cuál es el catálogo de los derechos a los cuales habría que garantizar la realización y la tutela jurídica, no diacrónicamente sino sincrónicamente; ya sea porque, como en el caso de los así llamados valores asiáticos (Asian values) (23), culturas diversas pueden no compartir los mismos valores o no requerir la satisfacción de las mismas necesidades primarias; ya sea porque, como en el caso de los llamados estudios sobre la diferencia de género (gender studies) (24), se puede pensar que el universo masculino y el femenino no expresan los mismos deseos y/o las mismas exigencias a salvaguardar.

Finalmente, una referencia a las dificultades que más que otras condicionan e interfieren en el reconocimiento y la tutela de los derechos: las dificultades de carácter político. Son dificultades entre todas determinantes, porque en última instancia es siempre una cuestión de voluntad política decidir: si dar espacio, y eventualmente en qué medida, a la doctrina de los derechos; si, y eventualmente en qué términos, permitir su puesta en acto y realización. Es una cuestión de voluntad política que afecta los términos en los cuales habría que redefinir el mismo ámbito de la soberanía nacional, interna y externa. En efecto, un catálogo de derechos, de los que se reconoce relevancia jurídica y en relación con los cuales se sanciona el principio de la tutela judicial, lleva a una limitación del ámbito operativo en el cual el Estado puede reivindicar la legitimidad de sus elecciones nacionales y supranacionales (25).

2.3. Valores de una cultura compartida

Ni el camino constantemente obstaculizado de la afirmación de la doctrina de los derechos, ni el carácter controvertido de sus presupuestos (por ser compleja y plural la noción misma de derechos «fundamentales») impidieron que la tutela (inter)nacional de los derechos y el mantenimiento de la paz y a la defensa de las instituciones democráticas) se afirmasen como principios últimos y fundadores de una cultura que devino vehículo de reivindicación, afirmación, y tutela de los derechos. Es decir, de una cultura que coherentemente con la Carta de la Onu identifica: en el mantenimiento de la paz una condición necesaria para la tutela de los derechos (26) (y no, viceversa, en la tutela de los derechos una condición para reproponer variantes de la doctrina de la guerra justa, como siempre más frecuentemente pretenden los documentos de programación estratégica que en los últimos años han ido redefiniendo la función de la Nato (27)) y en la cooperación para el desarrollo una condición para el mantenimiento de la paz (28). Aún más, se trata de una cultura que, coherentemente con la Declaración Universal, reivindica tanto la universalidad de los derechos iguales e inalienables, como la universalidad y la indivisibilidad de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales e culturales. Una cultura, entonces, que coherentemente con la Carta de la Onu y con la Declaración Universal es portavoz y vehículo de reivindicación de: una siempre más atenta declaración del catálogo de los derechos; de las instancias de una justicia internacional distributiva; de la institución de mecanismos y organismos internacionales de tutela también judicial de los derechos; de enraizar siempre más fuertemente las formas y los modos de la democracia constitucional.

Por lo anterior, aunque sorprendentemente no menciona todavía los factores que desde años marcan su crisis radical (29), el balance de Cassase no es injustificado cuando, recientemente, reivindica las «consecuencias sorprendentes» de la doctrina de los derechos que «después de la Segunda guerra mundial [...] se volvió para muchos Estados uno de los postulados a los que deberían conformarse las decisiones de política exterior, un parámetro de evaluación para guiar las políticas en el interior de organizaciones internacionales [mientras] para otros países [...] se transformó en una pesadilla» porque «obliga los Estados a rendir cuentas del modo en el que tratan sus ciudadanos, de cómo administran la justicia y dirigen las prisiones» (30). Tampoco es inmotivado su juicio cuando afirma que «[s]e puede decir que en la comunidad internacional los derechos humanos adquirieron el valor y el significado que, en el contexto de sistemas políticos estatales, Locke asignó a su teoría del "pacto social", Montesquieu al principio de la "separación de los poderes", y Rousseau al concepto de "soberanía popular". Así como estas concepciones políticas corroyeron y minaron el absolutismo y el despotismo monárquico, promoviendo un proceso de democratización de las bases de las comunidades estatales, asimismo la doctrina de los derechos del hombre contribuyó (y sigue contribuyendo) en la comunidad mundial a dar un impulso extraordinario al respeto de la dignidad de todos los seres humanos, y por ende también a la democratización de los Estados» (31).

Ni el juicio de Cassese es inmotivado, ni su balance injustificado, precisamente porque, como hemos recordado, la segunda posguerra fue bajo el perfil jurídico la edad que marcó el paso del Estado liberal al Estado constitucional de derecho y que, en nombre del pacifismo y del respeto de la dignidad humana, ha puesto en marcha una radical innovación del modelo westfaliano del orden internacional, antes caracterizado exclusivamente por el principio de la soberanía absoluta de los Estados. Y además porque, bajo el perfil político, la segunda posguerra fue la edad de la afirmación de una democracia ya no solamente «formal» o «procedimental» sino también «sustancial»; es decir, la edad de la afirmación de una «democracia constitucional», en la cual -como escribe Ferrajoli- «los derechos fundamentales [...] precisamente porque garantizados para todos y sustraídos a la disponibilidad tanto del mercado como de la política, determinan la esfera de lo que no debe ser decidido o que debe ser decidido, al no poder ninguna mayoría, ni siquiera la unanimidad, decidir legítimamente violarlos o no respetarlos » (32).

En la segunda posguerra, la doctrina de los derechos no ha innovado solamente la cultura jurídica y política, sino que devino influyente y difusa también en los más diversos campos de la acción social, condicionando sus criterios de evaluación y parámetros de decisión. Se volvió tan influyente y difusa como testimonian tanto quien, junto a y más allá de una cultura de los derechos, ha tematizado una ética de los derechos (33), como quien, en términos críticos, más bien pone en cuestión su posible inclusión entre las «nuevas ideologías» (34) o, con un énfasis quizás excesivo, ha afirmado que «[h]uman rights are the ideology after the end of ideologies, [...] the ideology at the "end of history"» (35).

3. La crisis de la edad de los derechos

Según una convicción ampliamente compartida, con la conclusión de la guerra fría la protección (inter)nacional de los derechos, la afirmación de su universalidad y la tutela de su inviolabilidad no tendrían que haber encontrado más obstáculos hacia una plena y acabada realización. Es emblemática la posición de Cassese que, decíamos, identifica en la conclusión de la guerra fría el arranque de una nueva fase de la protección internacional de los derechos; una fase marcada por «un consenso general y amplio entre los Estados sobre la necesidad de considerar el respeto de los derechos humanos como una condicio sine qua no para una plena legitimación internacional» (36).

Pero inesperadamente, aunque quizás no de manera totalmente sorprendente, el nuevo orden internacional y el nuevo arreglo geopolítico no registraron ni la disolución de la contraposición entre (bloques y agrupamientos de) países diversos, ni la afirmación de un consenso más amplio y compartido en torno a la doctrina de los derechos, a la interpretación de sus principios y a la definición de las modalidades para su tutela.

Por el contrario, la contraposición entre los países del área de influencia de los Estados Unidos y del área de influencia de la ex-Unión Soviética (contraposición de los años de la guerra fría, ratificada y hasta institucionalizada con el Pacto Atlántico por un lado y con el Pacto de Varsovia por otro) fue sustituida progresivamente por otras dos: la primera (siempre más enfáticamente dramatizada) entre países occidentales y países mediorientales que supuestamente expresan culturas que son una amenaza recíproca de destrucción (37); la segunda (todavía latente más que declaradamente reivindicada) en el interior del mismo Occidente, esto es, de un Occidente que aparece siempre más «dividido» (38) y siempre más «contra sí mismo » (39). Además, al reproponerse éstas nuevas tensiones y contraposiciones (en un escenario que ya a comienzos de los años noventa del Siglo Veinte Samuel P. Huntington prevé como el de un inevitable «choque de civilizaciones» (40)) se cuestiona siempre más frecuente y radicalmente a la doctrina de los derechos el presupuesto de que «los derechos del hombre, democracia y paz [sean] tres momentos necesarios del mismo movimiento histórico» (41) (§ 3.1.). Además del nexo que los une, se pone en duda siempre más frecuente y radicalmente, el significado (si no es que hasta la legitimidad) de los principios mismos de los que todos estos momentos son la expresión (§ 3.2.).

3.1. Confutación del nexo entre tutela de los derechos, democracia y paz

La subsistencia de un nexo necesario entre tutela de los derechos, democracia e paz es un presupuesto siempre más objeto de críticas que se proponen confutarlo enumerando casos que lo desmienten: ejemplos de democracias que no reconocen toda la gama de derechos variadamente formulada en las Cartas y Convenciones de la segunda posguerra, o ejemplos de democracias cuyos gobiernos hayan desencadenado guerras o provocaron conflictos. Críticas que parecen ignorar que el presupuesto en cuestión expresa un principio y no una verdad histórica, confundiendo así su dimensión axiológico-normativa con la dimensión fáctica de su (posible) violación.

Pero no sólo esto. La existencia de un nexo necesario entre tutela de los derechos, democracia y paz es un presupuesto que siempre más se vuelve blanco tanto de críticas que ignoran su dimensión axiológico-normativa, cuanto de ataques que lo convierten por el contrario en objeto declarado de su contestación y deslegitimación. Ejemplo de ello lo ofrece Michael Ignatieff cuando dice «human rights and democracy do not necessarily advance hand in hand» (42), o cuando, refiriéndose a la intervención de la Nato en Kósovo, afirma que «restoring stability - even if it is authoritarian and undemocratic - matters more than either democracy or human rights» (43). Y, más en general, son ejemplo de lo anterior todo aquellos que, sin importar si con argumentos y acentos diversos, ponen en discusión el carácter «tímido» de la Carta de la Onu y reivindican la legitimidad de la guerra como instrumento tanto para poner fin a eventuales violaciones de los derechos que fuesen consideradas particularmente graves, cuanto para exportar, según los casos y las conveniencias, la democracia en los países oprimidos por regímenes totalitarios.

3.2. Los principios de la edad de los derechos puestos en cuestión

Paralelamente y en el contexto del rechazo del nexo que los une, tutela de los derechos, democracia y paz son ellos mismos objeto de una radical reinterpretación y de una progresiva deslegitimación.

Ante todo, en contraste con el principio de la universalidad y inalienabilidad de los derechos, son siempre más numerosas y más graves las derogaciones que se reivindican a su tutela (inter)nacional. Son éstas siempre más numerosas y graves, como no lo desmiente sino más bien confirma la ya difusa tendencia a reclamar la tutela internacional de los derechos como principio cardinal para una reedición de la doctrina de la guerra justa (44). Su pretendido carácter «humanitario» no es, en efecto, suficiente para desmentir ni para evitar que la guerra sea la modalidad que más que otra conlleva la negación y violación de derechos (especialmente en el caso de conflictos que se caracterizan siempre más como «guerras contra civiles» (45)). Pero, en los últimos quince años no sólo las «guerras contra civiles» testimonian la puesta en duda del principio de la universalidad e inalienabilidad de los derechos. Una ulterior confirmación, para nada secundaria, está dada por las derogas de este principio, que fueron reivindicadas desde inicios de los noventa como respuesta a la emergencia de las nuevas migraciones y, desde el atentado del 11 de septiembre, como reacción al peligro del nuevo terrorismo internacional. En particular, en relación con el fenómeno de las nuevas migraciones no sólo se cuestiona que los emigrantes puedan ser titulares de los derechos de los que son titulares los ciudadanos del país al que emigran, sino se tiende hasta a poner nuevamente en discusión también el derecho de emigrar y el mismo derecho de asilo (46). Mientras que con respecto al fenómeno del nuevo terrorismo internacional se cuestiona sobre todo la tutela de las libertades civiles históricamente más tradicionales; se cuestiona que tenga que ser garantizada para quien es (o sólo es sospechoso de ser) terrorista. Se justifica así la institución de tribunales especiales militares y/o formas de detención que ignoran las convenciones sobre los prisioneros de guerra y/o que promueven prácticas reconducibles a formas de tortura (47), si bien oportunamente renombradas. Y se reivindica más en general que la tutela de las libertades civiles puede ser sometida a limitaciones en nombre de la seguridad, justificando así medidas que interfieren con la tutela de la privacy y/o con la libertad de información y/o con la libertad de expresión (48).

Es además llamativo el aparente desinterés por las dificultades de la democracia representativa en un contexto de progresiva desnacionalización de los Estados, y de progresiva globalización de su política y de su economía, en contraste con el principio de la salvaguarda de las instituciones democráticas. Tal contexto plantea preguntas siempre más urgentes sobre las reglas que habría que adoptar y compartir para garantizar un ejercicio democrático de aquella que, con el fin de la guerra fría, comenzó a delinearse como una inédita exigencia de «global governance» de los problemas de una igualmente inédita «política interna del mundo» (49). Pero la confirmación principal de la deslegitimación del principio de la salvaguarda de las instituciones democráticas (aún antes y más significativamente que del desinterés hacia las dificultades con las cuales se enfrenta el modelo de la democracia representativa de la segunda mitad del Siglo Veinte) deriva de la pretensión de querer exportar, ahí donde se crea oportuno, las reglas y las instituciones de aquél mismo modelo (por su parte necesitado de una cuidadosa redefinición) con la fuerza de las armas. Esto es, la principal confirmación deriva de la nueva interpretación del principio de la salvaguarda de las instituciones democráticas, ya no como afirmación de la democracia a través del derecho cuanto, más bien, como imposición de la democracia (también) con la guerra; ya no, como democracy through law sino más bien como democracy through war.

Por último, en contraste con el principio del mantenimiento de la paz, en los últimos quince años se hizo siempre más explícita la reafirmación de la guerra como instrumento de las relaciones internacionales, cuando no incluso como pretendido instrumento de «civilización». Si bien bajo formas y en modos diversos entre sí, la guerra del Golfo en 1991, la guerra de Kósovo en 1999, las guerras contra Afghanistan en 2001 y en contra de Iraq en 2003 no fueron, en efecto, sólo guerras ilegítimas en violación de la formulación pacifista de la Carta de la Onu, así como lo fueron las muchas (y con frecuencia también más sangrientas) guerras regionales que se sucedieron en la segunda posguerra. Fueron sobre todo guerras ilegítimas que reivindicaron su ilegitimidad (50) o que, al menos, contestaron abiertamente la legitimidad de la formulación incondicionalmente pacifista de la Carta de la Onu, juzgado ya inadecuado para enfrentar las urgencias de un nuevo orden internacional; urgencias identificadas de manera diversa, según los casos y las conveniencias, en la respuesta a una masiva violación de derechos y/o en el propósito de llevar la democracia ahí donde se da la opresión de un régimen totalitario y/o en defensa de los valores occidentales. En otros términos, estas guerras fueron guerras ilegítimas que, cuando no reclamaron el derecho «moral» a la guerra, reivindicaron por lo menos la afirmación de un nuevo jus ad bellum que, diversamente de lo establecido por el artículo 51 de la Carta de la Onu, no se agota ya sólo con el caso de la legítima defensa (51).

4. Argumentos para una crítica de la deslegitimación de la cultura de los derechos

En conclusión se repropone la pregunta inicial, acerca de si la crisis de la edad de los derechos debe llevar a repensar, si no es que incluso a abandonar, la cultura que sus principios y sus valores contribuyeron a desarrollar y difundir; es decir, la cultura que, según las circunstancias, ha reclamado, compartido o defendido las políticas y las medidas concretas dirigidas a garantizar su afirmación, realización y tutela. Como anticipé, creo que la respuesta a esta interrogante debe ser negativa. Y no sólo por un simple prejuicio ideológico. Es decir, no sólo por adhesión a los principios y a los valores que dieron forma a la cultura de los derechos en la segunda posguerra, sino también porque muchos de los argumentos utilizados para deslegitimar la cultura de los derechos no son convincentes ni están, obviamente, menos ideológicamente connotados que el prejuicio en favor de sus principios y de sus valores. En particular no es ni convincente ni mucho menos está libre de connotaciones ideológicas ninguna de las cuatro principales posiciones a las que, quizás simplificando, se pueden reconducir muchas críticas, clásicas y prominentes o hasta hace algunos años todavía inéditas, de las cuales la cultura de los derechos últimamente ha sido el blanco siempre con mayor frecuencia.

Una primera posición, entre todas la más insidiosa, es la que tiende a deslegitimar la cultura de los derechos no mediante la puesta en cuestión de sus principios y valores sino, por el contrario, reivindicando la pretensión de quererlos difundir y tutelar. Se trata en particular de la posición de quien, con un destreza lingüística no inferior a la de Gorge Orwell (quien además la había inventado en 1984), repropone una «neo-lengua» en la cual: «la guerra es paz; la libertad es esclavitud; la ignorancia es fuerza»; y, con indudable fantasía onomástica, enriquece su vocabulario con siempre nuevos oximorones que denominan «inteligentes» las bombas, «vulgar» el pacifismo y «humanitarias» las guerras. Pero no sólo; se trata de la posición de quien acompaña esta irrefrenable tendencia a la invención de siempre nuevos oximorones con una notable propensión a los paralogismos y, según los casos, no tiene reserva alguna para afirmar la necesidad de: bombardear con bombas de fragmentación (que luego permanecen durante años en el terreno como minas listas a explotar a cualquier contacto) los lugares en los se lamenta que a los niños esté prohibido jugar corriendo felices tras un papalote; además, de bombardear, en grandes ciudades y pequeñas poblaciones, casas y mercados donde se encuentran las mujeres a las que se supone quieren liberar de la burka y de la opresión de una cultura integralista que mortifica su dignidad; de contaminar cauces de agua y destruir calles, puentes y toda infraestructura económica de pueblos a los que se quiere liberar de la plaga de la miseria; de profanar y hasta destruir lugares de culto (Faluya es sólo un caso emblemático) de quienes son acusados de ser integralistas e intolerantes hacia otras culturas y religiones; de utilizar armas prohibidas por las convenciones internacionales (frecuentemente ni siquiera ratificadas) y de reproponer incluso el recurso a armas atómicas para evitar el peligro de que otros puedan utilizar o aun sólo hacerse de armas de destrucción masiva; de justificar la institución de tribunales militares y cárceles especiales, cuando no hasta el recurso a prácticas como la tortura, en aquellos países de los que se estigmatiza la barbarie de los regímenes totalitarios que los han gobernados. Esta posición tiende a deslegitimar la cultura de los derechos no contestándola sino reinventando su gramática y las modalidades de su declaración. Es particularmente insidiosa porque logra frecuentemente, no obstante la tosquedad de sus argumentos y de su lenguaje, distraer la atención de los intereses económicos y de las lógicas de poder de las que es expresión ofreciendo, a quien quiera cuestionar tanto unos como las otras, el falso blanco de la tutela internacional de los derechos.

Una segunda posición a la cual es posible reconducir algunas de las críticas que concurren a la deslegitimación de la cultura de los derechos es la de quien denuncia su supuesto imperialismo ético-cultural., A esta posición es posible reconducir las críticas (heterogéneas en la pluralidad de sus diversas formulaciones y connotaciones) de quien, no sólo en nombre del comunitarismo y del multiculturalismo sino también de la gender theory y más recientemente también de la critical race theory (52), cuestiona el universalismo de los derechos y reivindica una declaración del catálogo de los derechos que, según los casos, tome en cuenta las diversas identidades culturales y/o de género y/o di «raza». Pese a la variedad de acentos en su formulaciones, las críticas al imperialismo ético-cultural de la doctrina de los derechos parecen desconocer la participación de países occidentales y orientales, del norte y del sur del mundo en la redacción de su catálogo en la Declaración universal, y, sobre todo parecen no tomar en cuenta que la doctrina de los derechos es la que más que ninguna otra está orientada laicamente al respeto del pluralismo cultural y moral. Es decir, ellas parecen ignorar, como escribe Cassese a conclusión de una puntual reconstrucción crítica de su génesis, que «[l]a Declaración Universal es fruto de varias ideologías: el punto de encuentro y de reunión de concepciones diversas del hombre y de la sociedad» y que «ella no constituye el simple "engrandecimento", a nivel mundial, de textos nacionales, sino la "adaptación" de aquellos textos a un mundo multicultural, profundamente heterogéneo y dividido» (53). Asimismo no puede que resultar sospechoso, antes que sorprendente, el que se denuncie el peligro del imperialismo moral para justificar la propuesta de una política deflacionista de los derechos y de una redefinición minimalista de su catálogo por parte de quien, como Ignatieff, no ignora en lo absoluto que «[m]any traditions, not just Western ones, were represented at the drafting of the Universal Declaration of Human Rights», ni que «the drafting committee members explicitly construed their task [...] as an attempt to define a limited range of moral universals from within their very different religious, political, ethnic, and philosophic backgrounds» y, entonces, que «the secular ground of the document is not a sign of European cultural domination so much as a pragmatic common denominator designed to make agreement possible across a range of divergent cultural and political viewpoints» (54).

Además, aunque en algunas de sus versiones aparece el argumento de la pretensión imperialista de su doctrina, la recién mencionada propuesta del minimalismo de los derechos identifica otra modalidad de las diversas formas que concurren a la deslegitimación de la cultura de los derechos. La propuesta de poner en marcha una política deflacionista de los derechos, expresión aparente de un pragmatismo supuestamente no condicionado por compromisos ideológicos, se presenta como la única solución razonablemente practicable para contener la crisis de la edad de los derechos. La solución indicada por el minimalismo resulta cautivadora por la sobriedad de su formulación; prevé una dúplice estrategia: ante todo una cuidadosa selección, quizás a ser sancionada en una «Segunda Declaración Universal» (55), de los derechos «realmente» esenciales entre aquellos que se confunden y se sobreponen en una inflación ya fuera de control y, contextualmente, una puntual redefinición de los mecanismos que permitan asegurar una tutela «realmente» eficaz de los derechos «realmente» esenciales. No obstante la referencia al pragmatismo y la declarada intolerancia a la retórica de «un humanismo que se adora a si mismo» (56), sin embargo la del minimalismo no es -como pretende y reivindica- una «razonable apología de los derechos» (57) sino, por el contrario, una forma de radical deslegitimación de su cultura. En efecto, independientemente de cualquier otro señalamiento de la (in)coherencia y el compromiso ideológico de los argumentos en sus diversas formulaciones (58), es manifiesto que el minimalismo no se preocupa tanto de eliminar las reivindicaciones excéntricas y las pretensiones risibles de su catálogo, cuanto más bien de negar la indivisibilidad de los derechos políticos y sociales, civiles y económicos que caracterizaron su afirmación desde la Declaración universal de 1948. De manera no menos abierta el minimalismo cuestiona sobre todo la formulación pacifista de la Carta de la Onu, en nombre de intervenciones que permitan una eficaz oposición a las violaciones más graves de los derechos considerados esenciales, y solícita su reforma en el sentido de una reedición de la doctrina de la guerra justa que, siguiendo las tradiciones más sobresalientes, codifique las condiciones de su legitimidad (59).

Finalmente, una última posición es la de quien no se limita a problematizar las dificultades de carácter político y jurídico que interfieren con el reconocimiento y la tutela de los derechos, sino que precisamente en estas dificultades ve la razón última y definitiva del fracaso necesario de la edad de los derechos y de sus principios. Esta posición, recurrente entre los seguidores del movimiento de los critical legal studies asì como entre quienes se remiten al realismo, identifica en las graves y reiteradas violaciones de los derechos (también aunque no sólo) del vigésimo siglo, un efecto de las tantas declaraciones y convenciones que en más de una ocasión han sancionado el reconocimiento y la necesidad de tutela internacional; un efecto y no simplemente una prueba de su ineficacia. Asì, por ejemplo, Costas Douzinas interpreta como una consecuencia de la naturaleza intrínsecamente «aporética» (de la doctrina) de los derechos (60) el record impresionante de sus violaciones «since their ringing declarations at the end of eighteen century» y estigmatiza que «[i]f the twentieth century is the epoch of human rights, their triumph is, to say the least, something of a paradox. Our age has witnessed more violations of their principles than any of the previous and less "enlightened" epochs. The twentieth century is the century of massacre, genocide, ethnic cleansing, the age of the Holocaust» (61). Además la tesis de que toda versión de la declaración y reglamentación jurídica de la tutela (inter)nacional de los derechos conlleva su inevitable desnaturalización, desconocimiento y violación es reivindicada por quien, como Martti Koskenniemi, está convencido de que «while the rhetoric of human rights has historically had a positive and liberating effect on societies, once rights become institutionalized as a central part of political and administrative culture, they lose their transfomative effect and are petrified into a legislative paradigm that marginalizes values or interests that resist translation into rights-language» (62). Ahora bien, aunque el pesimismo esté sin duda motivado y sean justificadas las reservas acerca de los límites y las posibles contradicciones de su institucionalización, pese a ello no se ve cómo la impugnación del derecho como instrumento de afirmación y de tutela de los derechos puede resolver y no más bien reproponer (hasta en forma mucho más dramática) el problema de la defensa y de la salvaguarda de los valores, expresados por los derechos. En efecto, una vez abandonado el derecho porque aparece como un instrumento quizás demasiado insidioso, no quedaría otra alternativa que un uso indiscriminado de la fuerza y del arbitrio, mucho menos tranquilizador. Así, en conclusión, la que parece intrínsecamente «aporética» no es la doctrina de los derechos, con todas las dificultades que la vuelven controvertida, cuanto más bien la posición de quien decreta su fracaso y auspicia su fin no porque cuestione sus valores sino, sorprendentemente, porque lamenta su violación.

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Notas

*. En: «Revista internacional de filosofía política», 28 (2006), pp. 149-172. Traducción de Antonella Attili.

**. Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Brescia, Italia.

1. N. Bobbio [1989] e [1990 a].

2. N. Bobbio, [1989, ried. 1990, p. 45].

3. N. Bobbio, [1989, ried. 1990, p. 46].

4. L. Ferrajoli [2004, p. 347]. Un relieve análogo es el de otros filósofos del derecho y de la política aunque no siempre, como es el caso de Ferrajoli, para solicitar una realización coherente y eficaz de los principios de la edad de los derechos cuantomás bien, como se señala más adelante (§ 4.) con respecto al movimiento de los critical legal studies, para delegitimar la cultura de los que son expresión.

5. La expresión remite a la de H. Arendt [1951], pero no repite su misma connotación.

6. Numerosos los filósofos del derecho y de la política que señalan lineamientos fuertemente innovadores en el (neo)costitucionalismo; asì, por ejemplo: Robert Alexy, Manuel Atienza, Ronald Dworkin, Luigi Ferrajoli, Carlos Santiago Nino, Luis Prieto Sanchís, Gustavo Zagrebelski. Tan numerosos que justifican la ditinción de conceptos y concepciones diferentes del (neo)costitucionalismo así como se puede ver tanto en T. Mazzarese (ed.) [2002], como en Miguel Carbonell (ed.) [2003].

7. R. Guastini [2002].

8. Una clara distinción entre los dos modelos, el de Westfalia y el de las Naciones Unidas, es trazada, por ejemplo, por R. Falk [1969] que advierte sin embargo que los dos modelos no se contraponen netamente porque el segundo nunca fue realizado planamente mientras el primero no ha sido nunca descartado definitivamente.

9. U. Villani [2002, p. 209].

10. U. Villani [2002, pp. 209-210].

11. N. Bobbio [1990 b, p.vii].

12. Para una cuidadosa examen de las dificultades que han acompañado la redacción de la Carta de la Onu y de la Declaración universal, cfr. A. Cassese [2005 b].

13. Para un examen de las más rilevantes entre estas Cartas y Convenciones, cfr., por ejemplo, U. Villani [2002].

14. A. Cassese [2004, p. 89].

15. Es sin embargo oportuno señalar que tanto el silencio sobre el eventual señalamiento de una quinta fase, como los tonos todavía plenamente positivos en la caracterización de la cuarta fase de la historia de la protección internacional de los derechos están condicionados, quizás, por vicisitudes editoriales más que por un injustificado optimismo de Cassese. Las citas en el texto, en efecto, pertenecen a la versión italiana de un volumen inglés suyo publicado en 2001, antes del atentado del 11 de septiembre. La atención y la aprensión de Cassese por los problemas que en los últimos años han condicionado siempre más fuertemente la crisis de la edad de los derechos por el contrario son manifiestas en un recolección de sus esayos de 2005 y, en particular, en el ensayo en el cual explícitamente se interroga sobre los términos en los cuales «repensar los derechos humanos».

16. Es «controvertido» en el sentido en el que son «essentially contested» los conceptos sobre los cuales escribe W.B. Gallie [1956].

17. Particularmente complejo e insidioso pdebido a la pluralidad de modos en los que es posible entender la dimensión meta o extra-jurídica de los derechos, el problema de su fundamento último no encuentra una solución plenamente satisfactoria ni siquiera en la posición de quienes, como N. Bobbio [1965, reed. 1990, p. 9], afirma su naturaleza históricamente contingente porque: «El elenco de los derechos del hombre se ha modificado y se modifica al mutar las condiciones históricas, esto es de las necesidades y los intereses, de las clases en el poder, de los meios disponibles por su realización, de las trasformaciones técnicas, etc.». La tesis historicista no resuelve plenamente el problema del fundamento último de los derechos: afirmar su naturaleza históricamente contingente no es en efecto suficiente ni para disolver dudas y críticas sobre la connotación ideológica de cualquier elección que pueda ser propuesta, ni a resolver el conflicto entre concepciones diversas de un mismo valor del cual los derechos puedan ser expresión y/o un medio de realización.

18. Atención hacia las diversas implicaciones (teor)éticas que pueden derivar de la adopción de denominaciones diversas se encuentra, por ejemplo, en G. Peces-Barba [1991]; R. Guastini [1996, pp. 147-156], M. Atienza [2001, pp. 208-217], G. Palombella [2002, p. 6 e pp. 11-17].

19. Preguntas, las mencionadas en el texto, que individuan un núcleo central de las dificultades jurídicas relativa a la realización y tutela de los derechos pero que, obviamente, no agotan su variedad y pluralidad.

20. Citando a E. Bulygin [1987, reed. 1991, p. 619] la pregunta en examen remite a la opinión ampliamente compartida según la cual «los derechos humanos no pueden reducirse a la regulación normativa de un orden jurídico positivo, pues ellos ofrecen justamente el marco dentro del cual es posible la crítica de las leyes o instituciones del derecho positivo». Opinón, ésta, que, indipendientemente de cualquie propensión de matriz jusnaturalista, parece encontrar confirmación in algunas formulaciones tanto del derecho público internacional cuanto en algunas cartas constitucionales nacionales. Asì, por ejemplo, la novena enmienda de la Constitución de los Estados Unidos afirma: «The enumeration in the Constitution, of certain rights, shall not be construed to deny or disparage others retained by the people», y el art. 2 de la Constitucón Italiana reza: «La República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre, tanto como individuo particular como en las formaciones sociales en la que se desenvuelve su personalidad, y requiere del cumplimiento de los deberes inderogables de solidardad política, económica y social».

21. La referencia es aquí la teoría de los derechos fundamentales propuesta por L. Ferrajoli [1998], teoría que levantó un amplio debate, a cuyas paticipaciones L. Ferrajoli [1999] e [2000] respondió con dos largas réplicas; las intervenciones en el dibate de L. Baccelli, L. Bonanate, M. Bovero, R. Guastini, A. Pintore, E. Vitale e D. Zolo se encuentran reunidos en L. Ferrajoli [2001].

22. Sobre las diversas generaciones de los derechos fundamentales, cfr., por ejemplo, N. Bobbio [1968, reed. 1990], U. Villani [2002].

23. Diversas las posiciones en torno a ls (ir)rilevancia de los Asian values y, más en general, del multiculturalismo para decider cuál es el catálogo de derechos de los cuales garantizar tutela jurídica; diversas, es decir, las posiciones sobre la pregunta de si, y eventualmente in qué términos, se puede considerar que el multiculturalismo ponga en discusión la universalidad de los derechos fundamentales. De la vasta literatura sobre el tema, cfr., por ejemplo, R. Pañoskar [1982], J. Rawls [1987], J. Habermas, Ch. Taylor [1998], E. Garzón Valdés [1993], L. Baccelli [1999], M. Bovero [1999], D. Zolo [1998, pp. 49-69], E. Vitale [2000], S. Benhabib [2002], C. Galli (ed.) [2006], T. Groppi [2006].

24. Desde los años ochenta del Siglo XX, la atención del movimiento feminista se desplazó progresivamente desde la reivindicación de la igualdad en los derechos, a la problematización de un eventual catálogo de valores, expresión de las exigencias y de las necesidades específicas de las mujeres. Sobre los derechos de las mujeres (también, si bien no exclusivamente) en la perspectiva de la teoría de la diferencia de género, cfr., por ejemplo, N. Burrows [1986], J. Habermas [1992, cap. 9, § 2], K. Engle [1992], T. Pitch [1993] e [2004], L. Gianformaggio e M. Ripoli (eds.) [1997], L. Boccia [2002], L. Gianformaggio [2005], A. Facchi (ed.) [2006].

25. Una neta afirmación de este presupuesto se encuentra, por ejemplo, en L. Ferrajoli [1997].

26. En referencia, en particular, al Preámbulo y al artículo 1 de la Carta.

27. Sobre el tema, cfr., por ejemplo, I. Mortellaro [1999] e [2002].

28. En referencia, en particular, al Preámbulo y al artículo 55 de la Carta. Sobre el derecho al desarrollo, cfr., por ejemplo, U. Villani [1999].

29. También aquí, sin embargo, vale quizás el señalamiento ya hecho precedentemente en la nota 14.

30. A. Cassese [2004, p. 83].

31. A. Cassese[2004, pp. 83-84].

32. L. Ferrajoli [2004 a, p. 339], cursivas en el texto.

33. Sobre la tematización de una ética fundada sobre los derechos y formulada en términos de derechos, cfr., por ejemplo, C. Nino [1991], G. Pontara [1995], F. Viola [2000].

34. Asì, por ejemplo, en el volumen sobre las «nuevas ideologías» a cargo de F. Viola de 1996.

35. C. Douzinas [2000, p. 2].

36. A. Cassese [2004, p. 89].

37. Sintomáticos de ésta siempre más enfática dramatización, junto y además de una literatura siempre más copiosa no sólo de internacionalistas, politólogos y filósofos sino también periodistas y opinionistas, dos manifiestos: What We're Fighting for, el manifiesto del 2001 en apoyo de las buonas razones de la operacón Enduring Freedom, firmado por sesentaycuatro enter los más prestigiados intelectuales americanos; y Per l'Occidente forza di civiltà, el manifiesto del 2005 en defensa de los valores de Occidente, redactado por Marcello Pera y promovido por un gruppo de políticos e intelectuales italianos.

38. J. Habermas [2004].

39. G. Preterossi [2004].

40. S.P. Huntington [1993] e [1996].

41. N. Bobbio [1990 b, p. vii].

42. M. Ignatieff [2001 c, p. 30].

43. M. Ignatieff [2001 c, p. 25].

44. Explícitamente reivindicada como motivación de la guerra de Kosovo de 1999, la tutela internacional de los derechos en realidad es utilizada con frecuencia sólo como argumento retóricamente persuasivo para solicitar el consenso también sobre guerras que, como aquella en contra de Afghanistan de 2001 y aquella en contra de Iraq de 2003, tuvieron, y declaradamente, otras diversas motivaciones.

45. La expresión «war on civilians» para denominar a uno de los lineamientos que caracterizan los conflictos de los último quince años es de W. Zinn [2002].

46. Siempre más amplia y más especializada, también pero no sólo en Italia, la literatura sobre derechos y ciudadanía, sobre el derecho de asilo y sobre el mismo derecho de migrar; literatura, ésta, de las disciplinas jurídicas, filosóficas y sociológicas más diversas. Sólo con respecto a la literatura italiana ofrecen una ilustración de ello los trabajos de Angelo Caputo, Asher Colombo, Cecilia Corsi, Alessandro Dal Lago, Luigi Ferrajoli, Sandro Mezzadra, Bruno Nascimbene, Enrico Pugliese, Giuseppe Sciortino; y además, siempre con respecto a la literatura italiana, ofrecen un ulterior ejemplo de lo anterior los esayos de la revista «Derecho, inmigración y ciudadanía».

47. Para una documentación de algunas estrategias de redenominación de práticas asimilables a formas de tortura, cfr., por ejemplo, M. Danner [2004], y D. Rose [2004].

48. Siempre más difusa, también pero no sólo en la literatura norteamericana, la posición de quien, como M. Ignatieff [2004], en nombre de una «etica de la emergencia» (ethichs of emergency) y/o de una «ética del male menor» (lesser evil ethics), no excluye que de los derechos también pueda ser justificabile su violación. Radicalmente diversa la posición de quien, como R. Dworkin [2003], también aunque no sólo en la literatura norteamericana, afirma por el contrario que «The fact that terrorism presents new challenges and dangers does not mean that the basic moral principles and human rights that the criminal law and the laws of war try to protect have been repealed or become moot». Para una ricognizione de las medidas legislativas tomadas ya a la mañana siguiente del atentado del 11 de septiembre, cfr. V. Ramraj / M. Hor, K. / Roach (eds.) [2005].

49. Sobre la noción de «política interna del mundo» cfr., en particular, J. Habermas [1996], [1998] y [2004]; sobre la problematicidad de delimitar de las formas y de los modos de un ejercicio democrático de la «global governance», cfr., por ejemplo, D. Archibugi, D. Held (eds.) [1995], D. Held [1995] e [2004], A. McGrew (ed.) [1997], M. Zürn [2000], U. Allegretti [2002, pp. 171-176], L. Ferrajoli [2004 b, pp. 79-150].

50. Análogo el juicio de D. Zolo [2003, p. 210] cuando afirma « Desde el final del bipolarismo hasta hoy las potencias occidentales no sólo usaron la fuerza violando sistemáticamente el derecho internacional, sino que han cuestionado explícitamente las funciones en nombre de su incondicionado jus ad bellum».

51. Vasta la literatura sobre la relegitimación de la guerra y/o sobre la reafirmación de la guerra justa asì como aquella sobre cada uno de los cuatro conflictos que se sucedieron en los últimos quince años; a este propósito, véanse, por ejemplo, las bibliografás temáticas de la sección Guerra, derecho y orden global.

52. Sobre la critical race theory, cfr., por ejemplo, K. Thomas, G. Zanetti (eds.) [2005].

53. A. Cassese [1988, reed. 1999, p. 47], cursivas en el texto.

54. M. Ignatieff [2001 b, p. 64].

55. Asì, por ejemplo, A. Ferrara [2003 a] escribe que una «Segunda Declaración Universal de los Derechos Humanos», oportunamente circunscrita a «aquellos poquísimos derechos genuinamente fundamentales», podría «con indiscutida autoridad jurídica y ya no sólo moral, identificar con chlaridad [...] cuáles tipos de violación de los derechos humanos fundamentales constituyen motivo para una legítima intervención militar que sólo entonces podría despojarse del título de "guerra" y asumir el de "operación de policia"»; y además, cfr. A. Ferrara [2003 b, pp. 398-399].

56. Referencia a M. Ignatieff [2001 b, p. 53].

57. «Una razonable apología de los derechos humanos» es el título elegido para el volumen que reune la traducción italiana de M. Ignatieff [2001 b] y [2001 c].

58. Una de las versiones del minimalismo que levantó gran interés es la de M. Ignatieff [2001 a], [2001 b] e [2001 c], pero, también entre las reformulaciones que se remiten a ella, no faltan diferencias relevantes. Véanse, po rejemplo, aquellas propuestas por A. Ferrara [2003 a], S Veca [2003], G. Preterossi [2004], e A. Cassese [2005 c]. Para una crítica del minimalismo de los derechos, también aunque no sólo en la versión propuesta por Ignatieff, cfr. T. Mazzarese [2006].

59. Asì, por ejemplo, aunque con argumentos y acentos diversos, no sólo M. Ignatieff [2001 a], [2001 b] e [2001 c], sino también A. Cassese [2005 c], A. Ferrara [2003 a], G. Preterossi [2004], M. Walzer [2006].

60. C. Douzinas [2000, p. 21].

61. C. Douzinas [2000, p. 2].

62. M. M. Koskenniemi [1999, p. 99].