2016
Los niños y niñas en una concepción contemporánea
de los derechos humanos
M. Carmen
Barranco Avilés
(Univ. Carlos III di Madrid)
1. La Convención Internacional sobre los Derechos del
Niño y las teorías de los derechos
Que la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño
haya cumplido 25 años constituye un buen motivo para reflexionar sobre
sus implicaciones en la teoría de los derechos humanos y ese es el
objetivo que persiguen estas páginas. Con sus puntos fuertes y débiles
y los problemas pendientes a día de hoy[1] -en el que como europeos y europeas hemos de tener en
todo momento presente la situación de los y las niñas en el
Mediterráneo- es innegable que la Convención constituye la punta de
lanza de una nueva forma de entender los derechos humanos.
El texto aprobado por la Asamblea General de Naciones Unidas
el 20 de Noviembre de 1989 adopta un punto de partida muy distinto al
usual en el Derecho, desde el momento en que se refiere a las y los
niños como titulares de derechos. Antes de la Convención, muy raramente
los textos de Derecho positivo contenían derechos de los niños y las
niñas y, por el contrario, abundaban referencias a la ‘protección’ o a
la responsabilidad con respecto a ellos y ellas. Este cambio de acento
es de una importancia primordial desde el punto de vista de la teoría
de los derechos, puesto que apunta hacia un nuevo paradigma, que
podemos llamar contemporáneo, frente al esquema tradicional.
En el modelo tradicional, la universalidad se persigue
mediante la abstracción, la igualdad se construye a partir de la
homogeneidad y el individualismo lleva a atribuir los derechos a los
agentes morales que son aquellos que son capaces de elegir y de
responsabilizarse por las opciones realizadas. Estos postulados apuntan
a una construcción en la que el titular de derechos es una entelequia
que no se corresponde con ningún ser humano real, pero que se aproxima
al hombre, blanco, burgués, heterosexual y socio-físicamente
independiente y este es en los sistemas jurídicos el sujeto de
derechos. Los y las niñas y las otras personas que se considera que no
cumplen con los requisitos exigidos (racionalidad, autonomía e
independencia) resultan, en el mejor de los casos, destinatarias de los
deberes que el titular de derechos tiene para con ellas.
Frente a este esquema, la Convención Internacional sobre los
Derechos del Niño contiene elementos que apuntan al nuevo paradigma que
definitivamente ingresa en el sistema universal de protección de los
derechos humanos con la Convención Internacional sobre los Derechos de
las Personas con Discapacidad[2].
En primer lugar, el reconocimiento de los y las niñas como
titulares de derechos implica un paso muy importante en relación con la
diversificación de la imagen del titular, tanto más profundo en la
medida en que en la Convención se encuentran elementos que permiten
afirmar que los niños y las niñas se valoran por lo que son y no sólo
por constituir proyectos de seres humanos adultos. Es el caso, en mi
opinión, del reconocimiento del derecho al juego en el artículo 31.
Esta nueva concepción de los derechos también se refleja en la
incorporación de la idea de la adquisición progresiva de las
capacidades, presente en el reconocimiento de las libertades de
asociación y reunión (artículo 15), pero sobre todo en el
reconocimiento del “derecho de expresar su opinión libremente en todos
los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las
opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño” (artículo
12) y, con carácter instrumental al anterior, en la obligación de “dar
en particular al niño oportunidad de ser escuchado, en todo
procedimiento judicial o administrativo que afecte al niño, ya sea
directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado,
en consonancia con las normas de procedimiento de la ley nacional”
(artículo 12.2).
Se trata de un aspecto importante que incide en las claves
sobre las que, en coherencia con la concepción tradicional de los
derechos, se articula jurídicamente la capacidad. Los modelos al uso se
basan en la diferencia entre la capacidad jurídica y la capacidad de
obrar. Sólo quienes tienen capacidad jurídica y tienen capacidad de
obrar –coincidentes con quienes en cada caso son reconocidos como
titulares plenos de derechos humanos por ser agentes morales- pueden
ejercer por sí los derechos, el resto ha de actuar jurídicamente a
través de un representante que le sustituye en la toma de decisiones.
El derecho de las y los niños a ser escuchados que introduce la
Convención constituye un primer paso hacia la ruptura de ese modelo
definitivamente abandonado por el artículo 12 de la Convención
Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad
aprobada por la Asamblea General el 13 de diciembre de 2006[3]. En lo que a las
personas con discapacidad se refiere, la Convención de 2006 impone el
pleno reconocimiento de la capacidad de obrar, así como el
desplazamiento del esquema de sustitución, en el que se basa
habitualmente la institución de la tutela, por un esquema de apoyo en
la toma de decisiones.
Un tercer aspecto que forma parte del modelo tradicional de
derechos y cuya revisión avanza la Convención Internacional sobre los
Derechos del Niño es la separación entre lo público y lo privado, que
se vincula con una idea de libertad entendida exclusivamente como
no-interferencia. La concepción meramente defensiva de los derechos a
la que conduce este esquema los inhabilita como instrumento de
salvaguardia de la dignidad cuando las agresiones proceden directamente
de poderes privados y con ellos priva a los derechos de una buena parte
de su utilidad. Por un lado, porque desconsidera que los seres humanos
únicamente nos realizamos a partir de la relación con otros seres
humanos (por tanto, sobre la base de interferencias), por otro, porque
la ausencia de interferencias no significa inexistencia de situaciones
de dominación arbitraria que suponen un riesgo para los derechos.
Sólo a partir de un modelo en el que se asuma que los derechos
han de ser eficaces también en las relaciones entre particulares y en
el que las intervenciones en los espacios privados dejen de verse
necesariamente como un límite a los derechos de quienes en ellos eran
reconocidos como titulares (propietario, empresario o padre de
familia), cobran pleno sentido la previsiones sobre la persecución del
abuso y la explotación contenidas en los artículos 19, 32 o 34.
En lo sucesivo, trataré de mostrar algunas de las
implicaciones para los derechos de los niños y de las niñas de esta
nueva concepción que la Convención apunta.
2. Los derechos de los niños y las niñas como derechos
humanos
La novedad más importante que representó la Convención
Internacional sobre los Derechos del Niño tiene que ver con la
consideración de los derechos de las y los niños como derechos humanos,
idea difícilmente compatible con una concepción tradicional de los
derechos en la que la agencia moral, por un lado, se vincula a la
autonomía y a la independencia y, por otro, se constituye en criterio
para la atribución y el ejercicio de derechos. Este presupuesto se
proyecta de diversos modos en el Derecho de los derechos humanos y, de
modo muy fundamental, en su protección como derechos subjetivos.
Efectivamente, la definición de la dignidad humana a partir de
ciertos rasgos relacionados con la aptitud potencial para tener
‘conciencia de la propia identidad’, ‘moldear tramos de su vida de
acuerdo con ideales, principios, etc., libremente adoptados’ y ‘para
formar voliciones y tomar decisiones, como podemos leer en los trabajos
de Carlos Santiago Nino[4]
permanece anclada en una visión homogeneizadora y excluyente de lo que
significa ser humano, desde la que es fácil establecer diferencias de
valoración vinculadas al grado de desarrollo de las aptitudes
enumeradas. Y es que, a pesar de que el autor mantiene que la condición
de ser humano no es una condición graduable, hace reposar las
características de la humanidad en rasgos que sí lo son.
La idea de que el desarrollo de las capacidades puede ser
diferente y que no por ello se afecta al valor del ser humano es clave
en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, y
definitivamente en la Convención Internacional sobre los Derechos de
las Personas con Discapacidad, y es el presupuesto desde el que es
posible afirmar que el tratamiento de los y las niñas y de las personas
con discapacidad es una cuestión de derechos humanos[5].
Frente a ello, el paradigma dominante se basaba en la
consideración de los niños como objeto de protección por parte de las
personas adultas. De este modo, los derechos reconocidos, en su caso,
en el plano jurídico, no se corresponden con auténticos derechos
morales de los niños; antes bien, encuentran su fundamento en deberes
de los adultos[6]. La
consecuencia es que en los discursos sobre los derechos de los niños
frecuentemente se confunden el principio de protección (vinculado a la
caridad) y el deber de satisfacer unos derechos fundamentados en el
principio de dignidad humana. La Convención sobre los Derechos del Niño
establece un marco en el que los, hasta ahora, menores, son
considerados titulares de derechos.
El texto aparece, en este sentido, como el resultado actual al
que han conducido la generalización y a la especificación en la
historia de los derechos. El proceso de generalización ha supuesto la
ampliación de la dignidad, por tanto ha significado que pasan a
considerarse titulares de derechos sujetos que antes quedaban
excluidos. Este proceso ha llevado a que se difumine el concepto de
‘hombre abstracto’, pero también a que se tome conciencia de que
existen peligros para la dignidad que no pueden conjurarse con la única
ayuda del establecimiento de instrumentos formales de igualdad y
libertad. Para asegurar la autonomía del varón económicamente
independiente basta con asegurar que este pueda actuar libremente; la
autonomía de las personas que no disponen de esa independencia en el
ámbito económico, requiere, además, que la organización política
permita la satisfacción de aquellas necesidades que convierten a los
seres humanos en dependientes.
El proceso de especificación arranca de la toma en
consideración de que algunas necesidades no son compartidas por todos
los sujetos. La dignidad de algunos seres humanos exige la satisfacción
de necesidades que otros no sienten. El proceso de especificación ha
llevado a hablar de grupos vulnerables y al establecimiento de
instrumentos a través de los cuáles se atribuyen derechos a algunos -y
no a todos- los seres humanos. A pesar de la importancia de la
protección en el caso de los y las niñas –en esta cuestión insiste I.
Fanlo en su aportación al presente debate- el problema de un
tratamiento de los derechos basado exclusivamente en esta idea de
especificación es que puede llevar a descuidar aquellos aspectos de los
derechos que tienen que ver con el reconocimiento de autonomía. La
especificación así construida es, en mi opinión, insuficiente desde el
punto de vista de la dignidad. Tanto en el ámbito público (suele
traducirse en participación política), como en el privado, sólo la
intervención en la adopción de decisiones que puedan afectarle permite
afirmar que el ser humano no es tratado como un mero medio, y no
siempre los textos y las políticas que se orientan desde la
especificación han tenido en cuenta esta exigencia. La implementación
de los requerimientos de la Convención en este sentido, es fundamental
para marcar las diferencias entre un modelo de caridad y un modelo de
derechos. En definitiva, sigue siendo importante avanzar en la
generalización para que no haya seres humanos de primera y seres
humanos de segunda clase. Esta cuestión está estrechamente relacionada
con la que se aborda en el siguiente apartado.
Desde el punto de vista de su reconocimiento jurídico, además,
se suele considerar que los derechos fundamentales se diferencian de
los otros derechos porque están dotados de una especial resistencia .
De algún modo se puede decir que el carácter fundamental les viene dado
a los derechos por la especial conexión que mantienen con la dignidad,
en su vertiente ética, así como por su resistencia, en su vertiente
jurídica. Para cumplir con las exigencias de la Convención, los
derechos de niños y niñas han de garantizarse desde esta perspectiva.
Por otro lado, tradicionalmente los derechos han venido
configurándose como ‘derechos subjetivos’. Entre los juristas ha
resultado recurrente la polémica a propósito del sustrato sobre el que
se configuran los derechos subjetivos, de forma que se discute si
mediante esta técnica se protege una voluntad o un interés . En sus
formulaciones actuales, se suele adoptar, como punto de partida, la
tesis de que los derechos subjetivos (también cuando éstos son
‘fundamentales’) confieren relevancia tanto a un interés cuanto a la
voluntad del titular, con lo que la discusión entre las llamadas
teorías de la voluntad o la capacidad y las llamadas teorías del
interés o del beneficiario se refiere al elemento predominante.
Las teorías de la voluntad son las más coherentes con el
modelo tradicional de derechos. Estas teorías, aparecen en dos
versiones. En la primera de ellas, que podemos denominar formal, el
papel otorgado a la voluntad se refiere a la posibilidad de decidir si
se accionan los mecanismos que el Derecho dispone para la protección
del bien jurídico sobre el que se construye el derecho, lo cual ha sido
frecuentemente criticado desde la inalienabilidad y la universalidad,
en la medida en que dificulta hablar de derechos de aquellos que se
encentran incapacitados para controlar los mecanismos de protección, y
este es el caso de los niños –cuando menos de los niños pequeños-. En
definitiva, si se considera que, en última instancia, los derechos
confieren a su titular el control sobre ciertas garantías que protegen
el ejercicio de su voluntad en el ámbito delimitado por el derecho, es
difícil pensar en derechos de personas que carecen de autonomía.
Pero también existe una versión sustancial de las teorías de
la voluntad. En ellas se presupone que la voluntad es el bien jurídico
protegido mediante la atribución del derecho subjetivo. Desde esta otra
versión se mantiene que “todos los derechos están materialmente basados
en la presunción del valor preeminente de los elementos distintivamente
racionales de la naturaleza humana”[7] . Pues bien, las teorías de los derechos humanos
suelen vincularse a este tipo de reflexión , dificultando la
posibilidad de equiparar los niños a los adultos como titulares de
derechos, dado que, titulares, por excelencia, serán los sujetos
capaces de autodeterminación y en la medida en que posean esta
capacidad. El hecho de que no exista capacidad de elección o de que
esta esté disminuida supone la inexistencia o la reducción del objeto
para cuya protección se constituye el derecho. Llevada a sus últimas
consecuencias, puede suponer que no sean titulares de derechos aquellos
sujetos cuya autonomía aparezca disminuida por condiciones materiales
(relaciones de subordinación, carencia de información...) con lo que el
argumento podría construirse afirmando que, puesto que el objeto que
los derechos tienden, en última instancia a proteger, es la autonomía,
carecerán de derechos quienes no estén dotados de autonomía. En esta
versión, los derechos sólo podrían conferirse a los niños en tanto que
‘futuros’ adultos, esto es, en tanto en cuanto estén orientados a una
correcta adquisición de autonomía por parte del niño[8].
Algunos autores han incitado a la revisión del concepto de
derecho subjetivo, subrayando la importancia del interés como
fundamento del derecho para hacer la teoría compatible con el
establecimiento de sistemas de derechos de los niños[9], sin embargo, las teorías del
beneficiario o del interés en ocasiones hacen reposar la determinación
de los intereses del titular de derechos en instancias ajenas al mismo,
lo que no siempre es coherente con la misma idea de derechos humanos.
En cualquier caso, la Convención sobre los Derechos del Niño,
al reconocer a los niños derechos autónomos e independientes de los de
sus progenitores[10],
pone a prueba las concepciones excluyentes sobre lo que significa ‘ser
humano’, que han de considerarse definitivamente superadas por el
modelo que subyace a la Convención Internacional sobre los Derechos de
las Personas con Discapacidad[11]
3. Autonomía, protección y derechos de los niños y de
las niñas
En la tradición de la que los derechos son herederos, la
autonomía desempeña un papel central. Hasta tal punto es así, que los
derechos se atribuyen a los agentes morales, siendo el rasgo central de
la agencia, precisamente, el de la autonomía. Se ha señalado que esta
concepción ha planteado problemas para la fundamentación y realización
de derechos de los niños y de las personas con discapacidad que afectan
a la atribución y a la posibilidad de ejercer los derechos, y a esta
cuestión me referiré.
Cuando los derechos se hacen depender de la agencia moral, nos
encontramos con fuertes obstáculos teóricos para conferir derechos a
los niños en tanto en cuanto no se les pueda considerar agentes. Si los
derechos morales protegen el ejercicio de la autonomía moral, sólo
tiene sentido atribuírselos a los sujetos moralmente autónomos. Por
otro lado, forma parte de los presupuestos de estas teorías la idea de
que el ejercicio de los derechos ha de ser disponible por su titular,
dado que, de ningún modo se pueden justificar interferencias en la
libertad de los agentes morales que no estén orientadas a evitar el
daño a terceros[12].
Algunos autores que parten de esta concepción de los derechos, sin
embargo, reflexionan sobre la posibilidad de atribuir derechos a
algunos niños que, precisamente, han alcanzado un nivel de autonomía
equiparable al de los adultos. En cierto modo, el reconocimiento de la
agencia queda condicionado a los estudios científicos sobre los
procesos de adquisición de capacidades por parte de los niños, que por
otro lado, pueden variar en los distintos escenarios culturales y
económicos.
Realmente, las tesis liberacionistas no parten de una distinta
comprensión del significado de los derechos de los niños en relación
con lo ya dicho. También para los liberacionistas los niños son sujetos
de derecho en la medida en que seamos capaces de identificar en ellos
los rasgos que hacen que los adultos lo sean, es decir, en la medida en
que seamos capaces de justificar su ‘autonomía’ entendida como
capacidad de elegir y de responder por la opción efectuada. La
concepción de los derechos subyacente sigue siendo la teoría de la
voluntad en su versión material y podríamos reiterar los inconvenientes
asociados a esta teoría, pero me quiero fijar aquí en otro argumento,
que por otro lado se encuentra presente en la defensa de MacCormick de
la teoría del interés[13],
y que lleva a rechazar la teoría de la voluntad por reducción al
absurdo. En realidad, condicionar la titularidad de derechos morales al
reconocimiento de la responsabilidad, contradice el lenguaje en el que
nos expresamos y nuestras intuiciones morales. Efectivamente, si los
niños adquieren los derechos en la medida en que progresan sus
capacidades, hasta que alcanzan un nivel suficiente de desarrollo sólo
podemos justificar su protección (que no sus derechos) sobre la base de
la imposición de deberes a otros sujetos, es decir, hasta entonces
deberíamos hablar más bien de deberes para con los niños.
Por otro lado, equiparar la cualidad moral de los niños
pequeños (y, podríamos decir, de las personas que no consigan alcanzar
el nivel requerido de autonomía) a los bienes de interés general o al
medio ambiente, contradice nuestras intuiciones morales. En un contexto
en el que las teorías morales se basan en derechos y en los que la
atribución de derechos supone ofrecer un argumento que queda fuera del
cálculo de intereses, los niños han de tener derechos. Si una teoría no
es capaz de dar cuenta de ello, se puede coincidir una vez más con
MacCormick en que la teoría no es adecuada.
Por fin, a partir de los datos del Derecho positivo, conviene
recordar que desde esta comprensión de los derechos, algunos de los
reconocidos en la Convención sobre los Derechos del Niño, como
el antes referido derecho al juego, no serían ‘derechos morales’.
A pesar de la anterior reflexión crítica con el papel que la
autonomía ha desempeñado en la concepción tradicional de los derechos,
no se puede negar su importancia en el concepto de derechos, y, por
ello, que debe tenerse en cuenta también en relación con el ejercicio
de los derechos reconocidos por parte de las y los niños. Ello
requiere, entre otras cosas, incorporar a los sistemas de
reconocimiento y protección de derechos los resultados de las
investigaciones sobre la evolución de las facultades del niño[14] y una configuración
de la idea del interés del niño que se aleje de un enfoque
exclusivamente paternalista[15].
En el mismo sentido, conviene reflexionar sobre la responsabilidad del
menor, así como el grado y los mecanismos a través de los cuáles esta
puede ser exigible. A algunas de estas cuestiones se refiere en su
contribución al debate Luigi Fadiga.
4. Los derechos de los niños y los poderes privados
La distinción entre lo público y lo privado, se traduce
frecuentemente en que las actuaciones sobre los niños forman parte del
ámbito de privacidad de los padres y las madres. Las ‘violaciones’ de
derechos por parte de padres y madres quedan, desde esta dicotomía,
fuera del ámbito de lo político. Los niños, en el modelo tradicional,
son menores, y los menores carecen de capacidad de obrar, lo que les
impide relacionarse en el tráfico económico y participar en las
cuestiones públicas. De algún modo, el niño se considera digno en la
medida en que algún día llegará a ser adulto y, por tanto, autónomo[16].
Por otro lado, puesto que los derechos se configuran como
ámbitos de soberanía de la voluntad que han de ser protegidos frente a
interferencias del Estado o de otros sujetos, el menor -y los restantes
miembros de la familia que no son autónomos por circunstancias
naturales o económicas- se sitúa en la libertad protegida quienes
detentan la ‘patria potestad’ y forma parte su patrimonio.
Conviene recordar que esta situación comienza a forjarse alrededor del
siglo XVI. Según Shulamith Fireston, en el siglo XVII surge el concepto
de infancia y con ella, la situación socialmente diferenciada de las y
los niños. En el siglo XX, “la desigualdad física natural existente
entre niños y adultos -su mayor debilidad y su menor talla- se ve
intensificada, no compensada...Los niños siguen siendo “menores” ante
la ley, carecen de derechos civiles y constituyen todavía propiedad de
una pareja arbitraria de progenitores”[17]. De algún modo, en esa transición a la Modernidad,
el o la niña pasa de ser ignorada a convertirse en propiedad, si bien
la atribución a la infancia de un tratamiento especial supuso también
el inicio de su protección[18].
En buena medida, todavía hoy, la idea de que las relaciones
entre padres e hijos están protegidas por el derecho a la intimidad de
los primeros, constituye un obstáculo para poner fin a los abusos y
malos tratos a los que algunos niños y niñas se ven sometidas[19].La concepción de los
derechos como barreras frente a interferencias supone olvidar que los
seres humanos no pueden desarrollar plenamente todas sus facultades si
no es, precisamente, a partir de ciertas ‘interferencias’ de otros
sujetos (padres, educadores, pareja, descendencia…); y, lo que es
especialmente relevante en el caso de las y los niños, que la ausencia
de interferencias es compatible con la pervivencia de situaciones de
dominación arbitrarias que no pocas veces suponen una amenaza, cuando
no un obstáculo, para el desarrollo.
Pero, además, en relación con esa polémica a la que se hacía
referencia en el primer epígrafe, los derechos dejan de verse
exclusivamente como derechos subjetivos para asumir además una
dimensión objetiva. Dado que los derechos se convierten en el
fundamento del orden público y de la paz social, en cierto modo
desaparece, en relación con ellos, la tensión entre interés público e
interés privado. En consecuencia, los derechos confieren a sus
titulares la facultad de actuar las garantías dispuestas para la
protección del bien jurídico subyacente, pero la obligación del Estado
de salvaguardarlo no decae si el titular no tiene capacidad de actuar
estas garantías y subsiste al margen de la voluntad del titular[20].
Como puede verse, la Convención Internacional sobre los
Derechos del Niño no sólo refleja una nueva concepción de la infancia,
sino que también apunta una nueva teoría de los derechos que afecta a
aspectos tan nucleares como la concepción del ser humano, el papel de
la autonomía o las relaciones entre los derechos y el poder.
[1] A algunos de
estos problemas resistentes se refieren en sus contribuciones Sandra
Zampa y Giorgio Pighi.
[2] M.C.
Barranco, “Human Rights and Vulnerability. Examples of Sexims and
Ageism”, The Age of Human Rights, nº 5, 2010, pp. 29-49
(<http://revistaselectronicas.ujaen.es/index.php/TAHRJ/article/view/2717/2203>
última consulta 23 de Junio de 2016)
[3] Ver P.
Cuenca “La capacidad jurídica de las personas con discapacidad. El
artículo 12 de la Convención de la ONU y su impacto en el Ordenamiento
Jurídico Español”, Derechos y Libertades, nº 24, 2011, pp.
221-257.
[4] C.S. Nino, Ética
y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Barcelona, Ariel,
1989, p. 46.
[5] R. de Asís, Sobre
discapacidad y derechos, Madrid, Dykinson, 2013, p. 41.
[6] O. O’Neill,
, “Los derechos de los niños y las vidas de los niños” en I. Fanlo
(comp.), Derechos de los niños. Una contribución teórica, México,
Fontamara, pp. 77-106.
[7] T.D.
Campbell, “Los derechos del niño en tanto que persona, niño, joven,
futuro adulto”, ob. cit., p. 113.
[8] C. Wellman, An
approach to Rights. Studies in the Philosophy of Law and Morals, Kluwer
Academic Publishers, Dordrecht, 1997, pp. 85-104.
[9] N.
MacCormick, “Los derechos de los niños: una prueba para las teorías del
derecho”, Derecho legal y socialdemocracia, trad. M.L. González
Soler, Tecnos, Madrid, 1982, pp. 129-137; RAZ, J., “The nature of
rights”, The morality of freedom, Clarendon, Oxford, 1986, pg.
166.
[10] Puede
verse al respecto la contribución de Marco Gestri a este debate.
[11] P.
Cuenca, “Sobre la inclusión de la discapacidad en la teoría de los
derechos humanos”, Revista de Estudios Políticos, nº 158, pp.
103-137.
[12] T.
Campbell, The rights of the minors: as person, as child, as juvenile,
as future adult”, Children, Rights and de Law, ed. Ph. Alston, S
Parker, J. Symour, Clanedon Press, Oxford, 1992, pp. 1-23. Existe
traducción al castellano en I. Fanlo (comp.), Derecho de los niños.
Una contribución teórica, Fontamara, México, 2004, pp. 107-141, p.
128,
[13] N.
MacCormick, “Los derechos de los niños: una prueba para las teorías del
derecho”, ob. cit., pp. 129-137.
[14] G.
Lansdown, La evolución de las facultades del niño, Siena,Save
the Children-Unicef, 2005 (< https://www.unicef-irc.org/publications/pdf/EVOLVING-E.pdf>,
última consulta 26 de junio de 2016).
[15] Ver sobre
esta cuestión en España Cristina Guilarte, La concreción del
interés superior del menor en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, Valencia
Tirant lo Blanch, 2013.
[16] L. Hierro
, “El niño y los derechos humanos”, en I. Campoy (ed.), Los derechos de
los niños: perspectivas sociales, políticas, jurídicas y filosóficas,
Madrid, Dykinson, 2007, pp. 17-36, p. 9.
[17] S.
Fireston, “Suprimamos la niñez”, en La dialéctica del sexo,
trad. R. Ribé, Barcelona, Kairós, 1976, pp. 93-132, p. 120.
[18] I.
Campoy, La fundamentación de los derechos de los niños. Modelos de
reconocimiento y protección, Madrid, Dykinson, 2006, 256.
[19] FORTIN,
J., Children rights and the developing law, Butterworths,
London, 1998, p. 3
[20] Por
ejemplo, Sentencia del Tribunal Constitucional español 53/85, de 11 de
abril, fundamento jurídico séptimo.