2016

Los niños y niñas en una concepción contemporánea

de los derechos humanos



M. Carmen Barranco Avilés
(Univ. Carlos III di Madrid)




1. La Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y las teorías de los derechos

Que la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño haya cumplido 25 años constituye un buen motivo para reflexionar sobre sus implicaciones en la teoría de los derechos humanos y ese es el objetivo que persiguen estas páginas. Con sus puntos fuertes y débiles y los problemas pendientes a día de hoy[1] -en el que como europeos y europeas hemos de tener en todo momento presente la situación de los y las niñas en el Mediterráneo- es innegable que la Convención constituye la punta de lanza de una nueva forma de entender los derechos humanos.

El texto aprobado por la Asamblea General de Naciones Unidas el 20 de Noviembre de 1989 adopta un punto de partida muy distinto al usual en el Derecho, desde el momento en que se refiere a las y los niños como titulares de derechos. Antes de la Convención, muy raramente los textos de Derecho positivo contenían derechos de los niños y las niñas y, por el contrario, abundaban referencias a la ‘protección’ o a la responsabilidad con respecto a ellos y ellas. Este cambio de acento es de una importancia primordial desde el punto de vista de la teoría de los derechos, puesto que apunta hacia un nuevo paradigma, que podemos llamar contemporáneo, frente al esquema tradicional.

En el modelo tradicional, la universalidad se persigue mediante la abstracción, la igualdad se construye a partir de la homogeneidad y el individualismo lleva a atribuir los derechos a los agentes morales que son aquellos que son capaces de elegir y de responsabilizarse por las opciones realizadas. Estos postulados apuntan a una construcción en la que el titular de derechos es una entelequia que no se corresponde con ningún ser humano real, pero que se aproxima al hombre, blanco, burgués, heterosexual y socio-físicamente independiente y este es en los sistemas jurídicos el sujeto de derechos. Los y las niñas y las otras personas que se considera que no cumplen con los requisitos exigidos (racionalidad, autonomía e independencia) resultan, en el mejor de los casos, destinatarias de los deberes que el titular de derechos tiene para con ellas.

Frente a este esquema, la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño contiene elementos que apuntan al nuevo paradigma que definitivamente ingresa en el sistema universal de protección de los derechos humanos con la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad[2].

En primer lugar, el reconocimiento de los y las niñas como titulares de derechos implica un paso muy importante en relación con la diversificación de la imagen del titular, tanto más profundo en la medida en que en la Convención se encuentran elementos que permiten afirmar que los niños y las niñas se valoran por lo que son y no sólo por constituir proyectos de seres humanos adultos. Es el caso, en mi opinión, del reconocimiento del derecho al juego en el artículo 31.

Esta nueva concepción de los derechos también se refleja en la incorporación de la idea de la adquisición progresiva de las capacidades, presente en el reconocimiento de las libertades de asociación y reunión (artículo 15), pero sobre todo en el reconocimiento del “derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño” (artículo 12) y, con carácter instrumental al anterior, en la obligación de “dar en particular al niño oportunidad de ser escuchado, en todo procedimiento judicial o administrativo que afecte al niño, ya sea directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado, en consonancia con las normas de procedimiento de la ley nacional” (artículo 12.2).

Se trata de un aspecto importante que incide en las claves sobre las que, en coherencia con la concepción tradicional de los derechos, se articula jurídicamente la capacidad. Los modelos al uso se basan en la diferencia entre la capacidad jurídica y la capacidad de obrar. Sólo quienes tienen capacidad jurídica y tienen capacidad de obrar –coincidentes con quienes en cada caso son reconocidos como titulares plenos de derechos humanos por ser agentes morales- pueden ejercer por sí los derechos, el resto ha de actuar jurídicamente a través de un representante que le sustituye en la toma de decisiones. El derecho de las y los niños a ser escuchados que introduce la Convención constituye un primer paso hacia la ruptura de ese modelo definitivamente abandonado por el artículo 12 de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad aprobada por la Asamblea General el 13 de diciembre de 2006[3]. En lo que a las personas con discapacidad se refiere, la Convención de 2006 impone el pleno reconocimiento de la capacidad de obrar, así como el desplazamiento del esquema de sustitución, en el que se basa habitualmente la institución de la tutela, por un esquema de apoyo en la toma de decisiones.

Un tercer aspecto que forma parte del modelo tradicional de derechos y cuya revisión avanza la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño es la separación entre lo público y lo privado, que se vincula con una idea de libertad entendida exclusivamente como no-interferencia. La concepción meramente defensiva de los derechos a la que conduce este esquema los inhabilita como instrumento de salvaguardia de la dignidad cuando las agresiones proceden directamente de poderes privados y con ellos priva a los derechos de una buena parte de su utilidad. Por un lado, porque desconsidera que los seres humanos únicamente nos realizamos a partir de la relación con otros seres humanos (por tanto, sobre la base de interferencias), por otro, porque la ausencia de interferencias no significa inexistencia de situaciones de dominación arbitraria que suponen un riesgo para los derechos.

Sólo a partir de un modelo en el que se asuma que los derechos han de ser eficaces también en las relaciones entre particulares y en el que las intervenciones en los espacios privados dejen de verse necesariamente como un límite a los derechos de quienes en ellos eran reconocidos como titulares (propietario, empresario o padre de familia), cobran pleno sentido la previsiones sobre la persecución del abuso y la explotación contenidas en los artículos 19, 32 o 34.

En lo sucesivo, trataré de mostrar algunas de las implicaciones para los derechos de los niños y de las niñas de esta nueva concepción que la Convención apunta.




2. Los derechos de los niños y las niñas como derechos humanos

La novedad más importante que representó la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño tiene que ver con la consideración de los derechos de las y los niños como derechos humanos, idea difícilmente compatible con una concepción tradicional de los derechos en la que la agencia moral, por un lado, se vincula a la autonomía y a la independencia y, por otro, se constituye en criterio para la atribución y el ejercicio de derechos. Este presupuesto se proyecta de diversos modos en el Derecho de los derechos humanos y, de modo muy fundamental, en su protección como derechos subjetivos.

Efectivamente, la definición de la dignidad humana a partir de ciertos rasgos relacionados con la aptitud potencial para tener ‘conciencia de la propia identidad’, ‘moldear tramos de su vida de acuerdo con ideales, principios, etc., libremente adoptados’ y ‘para formar voliciones y tomar decisiones, como podemos leer en los trabajos de Carlos Santiago Nino[4] permanece anclada en una visión homogeneizadora y excluyente de lo que significa ser humano, desde la que es fácil establecer diferencias de valoración vinculadas al grado de desarrollo de las aptitudes enumeradas. Y es que, a pesar de que el autor mantiene que la condición de ser humano no es una condición graduable, hace reposar las características de la humanidad en rasgos que sí lo son.

La idea de que el desarrollo de las capacidades puede ser diferente y que no por ello se afecta al valor del ser humano es clave en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, y definitivamente en la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, y es el presupuesto desde el que es posible afirmar que el tratamiento de los y las niñas y de las personas con discapacidad es una cuestión de derechos humanos[5].

Frente a ello, el paradigma dominante se basaba en la consideración de los niños como objeto de protección por parte de las personas adultas. De este modo, los derechos reconocidos, en su caso, en el plano jurídico, no se corresponden con auténticos derechos morales de los niños; antes bien, encuentran su fundamento en deberes de los adultos[6]. La consecuencia es que en los discursos sobre los derechos de los niños frecuentemente se confunden el principio de protección (vinculado a la caridad) y el deber de satisfacer unos derechos fundamentados en el principio de dignidad humana. La Convención sobre los Derechos del Niño establece un marco en el que los, hasta ahora, menores, son considerados titulares de derechos.

El texto aparece, en este sentido, como el resultado actual al que han conducido la generalización y a la especificación en la historia de los derechos. El proceso de generalización ha supuesto la ampliación de la dignidad, por tanto ha significado que pasan a considerarse titulares de derechos sujetos que antes quedaban excluidos. Este proceso ha llevado a que se difumine el concepto de ‘hombre abstracto’, pero también a que se tome conciencia de que existen peligros para la dignidad que no pueden conjurarse con la única ayuda del establecimiento de instrumentos formales de igualdad y libertad. Para asegurar la autonomía del varón económicamente independiente basta con asegurar que este pueda actuar libremente; la autonomía de las personas que no disponen de esa independencia en el ámbito económico, requiere, además, que la organización política permita la satisfacción de aquellas necesidades que convierten a los seres humanos en dependientes.

El proceso de especificación arranca de la toma en consideración de que algunas necesidades no son compartidas por todos los sujetos. La dignidad de algunos seres humanos exige la satisfacción de necesidades que otros no sienten. El proceso de especificación ha llevado a hablar de grupos vulnerables y al establecimiento de instrumentos a través de los cuáles se atribuyen derechos a algunos -y no a todos- los seres humanos. A pesar de la importancia de la protección en el caso de los y las niñas –en esta cuestión insiste I. Fanlo en su aportación al presente debate- el problema de un tratamiento de los derechos basado exclusivamente en esta idea de especificación es que puede llevar a descuidar aquellos aspectos de los derechos que tienen que ver con el reconocimiento de autonomía. La especificación así construida es, en mi opinión, insuficiente desde el punto de vista de la dignidad. Tanto en el ámbito público (suele traducirse en participación política), como en el privado, sólo la intervención en la adopción de decisiones que puedan afectarle permite afirmar que el ser humano no es tratado como un mero medio, y no siempre los textos y las políticas que se orientan desde la especificación han tenido en cuenta esta exigencia. La implementación de los requerimientos de la Convención en este sentido, es fundamental para marcar las diferencias entre un modelo de caridad y un modelo de derechos. En definitiva, sigue siendo importante avanzar en la generalización para que no haya seres humanos de primera y seres humanos de segunda clase. Esta cuestión está estrechamente relacionada con la que se aborda en el siguiente apartado.

Desde el punto de vista de su reconocimiento jurídico, además, se suele considerar que los derechos fundamentales se diferencian de los otros derechos porque están dotados de una especial resistencia . De algún modo se puede decir que el carácter fundamental les viene dado a los derechos por la especial conexión que mantienen con la dignidad, en su vertiente ética, así como por su resistencia, en su vertiente jurídica. Para cumplir con las exigencias de la Convención, los derechos de niños y niñas han de garantizarse desde esta perspectiva.

Por otro lado, tradicionalmente los derechos han venido configurándose como ‘derechos subjetivos’. Entre los juristas ha resultado recurrente la polémica a propósito del sustrato sobre el que se configuran los derechos subjetivos, de forma que se discute si mediante esta técnica se protege una voluntad o un interés . En sus formulaciones actuales, se suele adoptar, como punto de partida, la tesis de que los derechos subjetivos (también cuando éstos son ‘fundamentales’) confieren relevancia tanto a un interés cuanto a la voluntad del titular, con lo que la discusión entre las llamadas teorías de la voluntad o la capacidad y las llamadas teorías del interés o del beneficiario se refiere al elemento predominante.

Las teorías de la voluntad son las más coherentes con el modelo tradicional de derechos. Estas teorías, aparecen en dos versiones. En la primera de ellas, que podemos denominar formal, el papel otorgado a la voluntad se refiere a la posibilidad de decidir si se accionan los mecanismos que el Derecho dispone para la protección del bien jurídico sobre el que se construye el derecho, lo cual ha sido frecuentemente criticado desde la inalienabilidad y la universalidad, en la medida en que dificulta hablar de derechos de aquellos que se encentran incapacitados para controlar los mecanismos de protección, y este es el caso de los niños –cuando menos de los niños pequeños-. En definitiva, si se considera que, en última instancia, los derechos confieren a su titular el control sobre ciertas garantías que protegen el ejercicio de su voluntad en el ámbito delimitado por el derecho, es difícil pensar en derechos de personas que carecen de autonomía.

Pero también existe una versión sustancial de las teorías de la voluntad. En ellas se presupone que la voluntad es el bien jurídico protegido mediante la atribución del derecho subjetivo. Desde esta otra versión se mantiene que “todos los derechos están materialmente basados en la presunción del valor preeminente de los elementos distintivamente racionales de la naturaleza humana”[7] . Pues bien, las teorías de los derechos humanos suelen vincularse a este tipo de reflexión , dificultando la posibilidad de equiparar los niños a los adultos como titulares de derechos, dado que, titulares, por excelencia, serán los sujetos capaces de autodeterminación y en la medida en que posean esta capacidad. El hecho de que no exista capacidad de elección o de que esta esté disminuida supone la inexistencia o la reducción del objeto para cuya protección se constituye el derecho. Llevada a sus últimas consecuencias, puede suponer que no sean titulares de derechos aquellos sujetos cuya autonomía aparezca disminuida por condiciones materiales (relaciones de subordinación, carencia de información...) con lo que el argumento podría construirse afirmando que, puesto que el objeto que los derechos tienden, en última instancia a proteger, es la autonomía, carecerán de derechos quienes no estén dotados de autonomía. En esta versión, los derechos sólo podrían conferirse a los niños en tanto que ‘futuros’ adultos, esto es, en tanto en cuanto estén orientados a una correcta adquisición de autonomía por parte del niño[8].

Algunos autores han incitado a la revisión del concepto de derecho subjetivo, subrayando la importancia del interés como fundamento del derecho para hacer la teoría compatible con el establecimiento de sistemas de derechos de los niños[9], sin embargo, las teorías del beneficiario o del interés en ocasiones hacen reposar la determinación de los intereses del titular de derechos en instancias ajenas al mismo, lo que no siempre es coherente con la misma idea de derechos humanos.

En cualquier caso, la Convención sobre los Derechos del Niño, al reconocer a los niños derechos autónomos e independientes de los de sus progenitores[10], pone a prueba las concepciones excluyentes sobre lo que significa ‘ser humano’, que han de considerarse definitivamente superadas por el modelo que subyace a la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad[11]


3. Autonomía, protección y derechos de los niños y de las niñas

En la tradición de la que los derechos son herederos, la autonomía desempeña un papel central. Hasta tal punto es así, que los derechos se atribuyen a los agentes morales, siendo el rasgo central de la agencia, precisamente, el de la autonomía. Se ha señalado que esta concepción ha planteado problemas para la fundamentación y realización de derechos de los niños y de las personas con discapacidad que afectan a la atribución y a la posibilidad de ejercer los derechos, y a esta cuestión me referiré.

Cuando los derechos se hacen depender de la agencia moral, nos encontramos con fuertes obstáculos teóricos para conferir derechos a los niños en tanto en cuanto no se les pueda considerar agentes. Si los derechos morales protegen el ejercicio de la autonomía moral, sólo tiene sentido atribuírselos a los sujetos moralmente autónomos. Por otro lado, forma parte de los presupuestos de estas teorías la idea de que el ejercicio de los derechos ha de ser disponible por su titular, dado que, de ningún modo se pueden justificar interferencias en la libertad de los agentes morales que no estén orientadas a evitar el daño a terceros[12]. Algunos autores que parten de esta concepción de los derechos, sin embargo, reflexionan sobre la posibilidad de atribuir derechos a algunos niños que, precisamente, han alcanzado un nivel de autonomía equiparable al de los adultos. En cierto modo, el reconocimiento de la agencia queda condicionado a los estudios científicos sobre los procesos de adquisición de capacidades por parte de los niños, que por otro lado, pueden variar en los distintos escenarios culturales y económicos.

Realmente, las tesis liberacionistas no parten de una distinta comprensión del significado de los derechos de los niños en relación con lo ya dicho. También para los liberacionistas los niños son sujetos de derecho en la medida en que seamos capaces de identificar en ellos los rasgos que hacen que los adultos lo sean, es decir, en la medida en que seamos capaces de justificar su ‘autonomía’ entendida como capacidad de elegir y de responder por la opción efectuada. La concepción de los derechos subyacente sigue siendo la teoría de la voluntad en su versión material y podríamos reiterar los inconvenientes asociados a esta teoría, pero me quiero fijar aquí en otro argumento, que por otro lado se encuentra presente en la defensa de MacCormick de la teoría del interés[13], y que lleva a rechazar la teoría de la voluntad por reducción al absurdo. En realidad, condicionar la titularidad de derechos morales al reconocimiento de la responsabilidad, contradice el lenguaje en el que nos expresamos y nuestras intuiciones morales. Efectivamente, si los niños adquieren los derechos en la medida en que progresan sus capacidades, hasta que alcanzan un nivel suficiente de desarrollo sólo podemos justificar su protección (que no sus derechos) sobre la base de la imposición de deberes a otros sujetos, es decir, hasta entonces deberíamos hablar más bien de deberes para con los niños.

Por otro lado, equiparar la cualidad moral de los niños pequeños (y, podríamos decir, de las personas que no consigan alcanzar el nivel requerido de autonomía) a los bienes de interés general o al medio ambiente, contradice nuestras intuiciones morales. En un contexto en el que las teorías morales se basan en derechos y en los que la atribución de derechos supone ofrecer un argumento que queda fuera del cálculo de intereses, los niños han de tener derechos. Si una teoría no es capaz de dar cuenta de ello, se puede coincidir una vez más con MacCormick en que la teoría no es adecuada.

Por fin, a partir de los datos del Derecho positivo, conviene recordar que desde esta comprensión de los derechos, algunos de los reconocidos en la Convención sobre los Derechos del Niño, como el antes referido derecho al juego, no serían ‘derechos morales’.

A pesar de la anterior reflexión crítica con el papel que la autonomía ha desempeñado en la concepción tradicional de los derechos, no se puede negar su importancia en el concepto de derechos, y, por ello, que debe tenerse en cuenta también en relación con el ejercicio de los derechos reconocidos por parte de las y los niños. Ello requiere, entre otras cosas, incorporar a los sistemas de reconocimiento y protección de derechos los resultados de las investigaciones sobre la evolución de las facultades del niño[14] y una configuración de la idea del interés del niño que se aleje de un enfoque exclusivamente paternalista[15]. En el mismo sentido, conviene reflexionar sobre la responsabilidad del menor, así como el grado y los mecanismos a través de los cuáles esta puede ser exigible. A algunas de estas cuestiones se refiere en su contribución al debate Luigi Fadiga.




4. Los derechos de los niños y los poderes privados

La distinción entre lo público y lo privado, se traduce frecuentemente en que las actuaciones sobre los niños forman parte del ámbito de privacidad de los padres y las madres. Las ‘violaciones’ de derechos por parte de padres y madres quedan, desde esta dicotomía, fuera del ámbito de lo político. Los niños, en el modelo tradicional, son menores, y los menores carecen de capacidad de obrar, lo que les impide relacionarse en el tráfico económico y participar en las cuestiones públicas. De algún modo, el niño se considera digno en la medida en que algún día llegará a ser adulto y, por tanto, autónomo[16].

Por otro lado, puesto que los derechos se configuran como ámbitos de soberanía de la voluntad que han de ser protegidos frente a interferencias del Estado o de otros sujetos, el menor -y los restantes miembros de la familia que no son autónomos por circunstancias naturales o económicas- se sitúa en la libertad protegida quienes detentan la ‘patria potestad’ y forma parte su patrimonio. Conviene recordar que esta situación comienza a forjarse alrededor del siglo XVI. Según Shulamith Fireston, en el siglo XVII surge el concepto de infancia y con ella, la situación socialmente diferenciada de las y los niños. En el siglo XX, “la desigualdad física natural existente entre niños y adultos -su mayor debilidad y su menor talla- se ve intensificada, no compensada...Los niños siguen siendo “menores” ante la ley, carecen de derechos civiles y constituyen todavía propiedad de una pareja arbitraria de progenitores”[17]. De algún modo, en esa transición a la Modernidad, el o la niña pasa de ser ignorada a convertirse en propiedad, si bien la atribución a la infancia de un tratamiento especial supuso también el inicio de su protección[18].

En buena medida, todavía hoy, la idea de que las relaciones entre padres e hijos están protegidas por el derecho a la intimidad de los primeros, constituye un obstáculo para poner fin a los abusos y malos tratos a los que algunos niños y niñas se ven sometidas[19].La concepción de los derechos como barreras frente a interferencias supone olvidar que los seres humanos no pueden desarrollar plenamente todas sus facultades si no es, precisamente, a partir de ciertas ‘interferencias’ de otros sujetos (padres, educadores, pareja, descendencia…); y, lo que es especialmente relevante en el caso de las y los niños, que la ausencia de interferencias es compatible con la pervivencia de situaciones de dominación arbitrarias que no pocas veces suponen una amenaza, cuando no un obstáculo, para el desarrollo.

Pero, además, en relación con esa polémica a la que se hacía referencia en el primer epígrafe, los derechos dejan de verse exclusivamente como derechos subjetivos para asumir además una dimensión objetiva. Dado que los derechos se convierten en el fundamento del orden público y de la paz social, en cierto modo desaparece, en relación con ellos, la tensión entre interés público e interés privado. En consecuencia, los derechos confieren a sus titulares la facultad de actuar las garantías dispuestas para la protección del bien jurídico subyacente, pero la obligación del Estado de salvaguardarlo no decae si el titular no tiene capacidad de actuar estas garantías y subsiste al margen de la voluntad del titular[20].

Como puede verse, la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño no sólo refleja una nueva concepción de la infancia, sino que también apunta una nueva teoría de los derechos que afecta a aspectos tan nucleares como la concepción del ser humano, el papel de la autonomía o las relaciones entre los derechos y el poder.



[1] A algunos de estos problemas resistentes se refieren en sus contribuciones Sandra Zampa y Giorgio Pighi.

[2] M.C. Barranco, “Human Rights and Vulnerability. Examples of Sexims and Ageism”, The Age of Human Rights, nº 5, 2010, pp. 29-49

(<http://revistaselectronicas.ujaen.es/index.php/TAHRJ/article/view/2717/2203> última consulta 23 de Junio de 2016)

[3] Ver P. Cuenca “La capacidad jurídica de las personas con discapacidad. El artículo 12 de la Convención de la ONU y su impacto en el Ordenamiento Jurídico Español”, Derechos y Libertades, nº 24, 2011, pp. 221-257.

[4] C.S. Nino, Ética y derechos humanos. Un ensayo de fundamentación, Barcelona, Ariel, 1989, p. 46.

[5] R. de Asís, Sobre discapacidad y derechos, Madrid, Dykinson, 2013, p. 41.

[6] O. O’Neill, , “Los derechos de los niños y las vidas de los niños” en I. Fanlo (comp.), Derechos de los niños. Una contribución teórica, México, Fontamara, pp. 77-106.

[7] T.D. Campbell, “Los derechos del niño en tanto que persona, niño, joven, futuro adulto”, ob. cit., p. 113.

[8] C. Wellman, An approach to Rights. Studies in the Philosophy of Law and Morals, Kluwer Academic Publishers, Dordrecht, 1997, pp. 85-104.

[9] N. MacCormick, “Los derechos de los niños: una prueba para las teorías del derecho”, Derecho legal y socialdemocracia, trad. M.L. González Soler, Tecnos, Madrid, 1982, pp. 129-137; RAZ, J., “The nature of rights”, The morality of freedom, Clarendon, Oxford, 1986, pg. 166.

[10] Puede verse al respecto la contribución de Marco Gestri a este debate.

[11] P. Cuenca, “Sobre la inclusión de la discapacidad en la teoría de los derechos humanos”, Revista de Estudios Políticos, nº 158, pp. 103-137.

[12] T. Campbell, The rights of the minors: as person, as child, as juvenile, as future adult”, Children, Rights and de Law, ed. Ph. Alston, S Parker, J. Symour, Clanedon Press, Oxford, 1992, pp. 1-23. Existe traducción al castellano en I. Fanlo (comp.), Derecho de los niños. Una contribución teórica, Fontamara, México, 2004, pp. 107-141, p. 128,

[13] N. MacCormick, “Los derechos de los niños: una prueba para las teorías del derecho”, ob. cit., pp. 129-137.

[14] G. Lansdown, La evolución de las facultades del niño, Siena,Save the Children-Unicef, 2005 (< https://www.unicef-irc.org/publications/pdf/EVOLVING-E.pdf>, última consulta 26 de junio de 2016).

[15] Ver sobre esta cuestión en España Cristina Guilarte, La concreción del interés superior del menor en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, Valencia Tirant lo Blanch, 2013.

[16] L. Hierro , “El niño y los derechos humanos”, en I. Campoy (ed.), Los derechos de los niños: perspectivas sociales, políticas, jurídicas y filosóficas, Madrid, Dykinson, 2007, pp. 17-36, p. 9.

[17] S. Fireston, “Suprimamos la niñez”, en La dialéctica del sexo, trad. R. Ribé, Barcelona, Kairós, 1976, pp. 93-132, p. 120.

[18] I. Campoy, La fundamentación de los derechos de los niños. Modelos de reconocimiento y protección, Madrid, Dykinson, 2006, 256.

[19] FORTIN, J., Children rights and the developing law, Butterworths, London, 1998, p. 3

[20] Por ejemplo, Sentencia del Tribunal Constitucional español 53/85, de 11 de abril, fundamento jurídico séptimo.